El manga y el anime de Japón se convierten en una marca internacional
Los límites de “Naruto”: lo que puede conseguir el poder blando
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La cultura pop como camino hacia la fascinación
Al igual que muchos académicos que dan clases de estudios japoneses en Estados Unidos, considero que la popularidad del anime y el manga es, en cierto sentido, una espada de doble filo. Por una parte, me encuentro con que a menudo deseo que mis estudiantes se sientan atraídos por este país increíblemente interesante debido a su singular historia, sus características tradiciones musicales, sus extraordinarios logros en ciencia y tecnología, y no por sus películas de dibujos animados y programas de televisión; por la otra, me complace que el atractivo que representa la popularidad de la animación o de los cómics japoneses les incite a matricularse en cursos de lengua japonesa o acerca del país en sí, especialmente en una época en la que los estudios de área se cuestionan de una forma más amplia, y en la que los estudiantes se decantan por otras lenguas y regiones. Mi objetivo, al igual que el de mis compañeros de profesión, es alentar sus intereses, hacer que se entreguen a Japón como yo y ampliar las oportunidades que este país ofrece para el desarrollo del conocimiento de forma más general.
La cultura popular nos plantea retos debido a que cambia constantemente. Si en un semestre del año académico doy la impresión de estar al día sobre una serie de dibujos animados que se esté emitiendo en el momento, puedo estar relativamente seguro de que las referencias que haga en relación a la misma se habrán quedado trágicamente obsoletas en el siguiente; suelo solucionarlo asegurándome de que las referencias sean tan antiguas y fuera de onda –por ejemplo, de series de la década de 1970 como Kagaku Ninjatai Gatchaman, en español La batalla de los planetas o Comando G)– que los estudiantes se ríen tanto por compasión hacia su profesor envejecido y decrépito como por la nostalgia que sienten de las series que quizás vieron cuando eran niños.
Aunque creo que esta popularidad plantea varios puntos de interés en lo que respecta a la cultura global, deberíamos mostrarnos muy escépticos ante cualquier afirmación de que esto tiene importancia en el estatus político y diplomático de Japón en el resto del mundo. Sin embargo, me he dado cuenta de que en Tokio se rechaza rotundamente este escepticismo desde 2002, año en que el periodista estadounidense Douglas McGrey publicó en la revista Foreign Policy el artículo Japan's Gross National Cool (su título podría traducirse al español como Popularidad Interior Bruta de Japón), influyente pero impreciso. Casi de la noche a la mañana, y asistidos hábilmente por el Óscar a la mejor película de animación que recibió a principios de 2003 El viaje de Chihiro, obra maestra de Miyazaki Hayao, funcionarios del Gobierno japonés y expertos comenzaron a argumentar que la popularidad del anime y el manga en el resto del mundo podría servir para que Japón consiguiera poder blando, un término acuñado a finales de la década de 1980 por Joseph Nye, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard, para hacer referencia a la habilidad de persuadir más que coaccionar. De hecho, una lectura rápida de cualquier revista japonesa de relevancia, libro blanco sobre política u otro documento similar servirá para averiguar la popularidad que adquirió esta idea a partir de 2002. El análisis actual del manga y el anime se presenta fascinante en términos culturales pero problemático en los intelectuales, al dialogar sobre el poder blando –cuando la popularidad de las manifestaciones culturales se traduce supuestamente en ventajas diplomáticas–.
Enmascarando el poder duro
A pesar de las importantes contribuciones que el profesor Nye ha realizado a las ciencias políticas, pocos expertos en esta materia se toman en serio el término 'poder blando'; ninguno de ellos ha conseguido medirlo o evaluarlo seriamente. Entre sus defensores, generalmente periodistas, integrantes de grupos de expertos, y diplomáticos, se considera simplemente como un artículo de fe que los valores estadounidenses (o posteriormente los japoneses, los chinos, los coreanos, o los del país que corresponda) pueden ser suficientemente convincentes para el público extranjero que sus Gobiernos pueden lograr cosas que no habrían conseguido de otro modo.
Sin embargo, ¿dónde está la prueba de todo esto? Aunque la cultura popular de Estados Unidos tiene un alcance extraordinario en todo el mundo –desde el cine hasta el hip hop pasando por los pantalones vaqueros– y hay un número considerable de estudiantes extranjeros en las universidades del país, el presidente George W. Bush tuvo dificultades para convencer a la mayor parte de la opinión pública de la necesidad de la Guerra de Irak. La participación de la mayoría de las naciones parecía motivada, más bien, por el poder duro, por el miedo de las consecuencias que acarrearía no cumplir con los evidentes deseos estadounidenses. Del mismo modo, resulta curioso que con todo lo que se cacarea sobre la influencia de la cultura popular japonesa en Estados Unidos, no haya surgido ninguna iniciativa entre el público o los políticos estadounidenses para alentar a los políticos y escritores conservadores de Japón a realizar esfuerzos y persuadirlos de que cuestionen las versiones ampliamente reconocidas de las atrocidades cometidas durante la guerra, ya sea la Masacre de Nankín o el sistema de las 'mujeres de confort'.
Puede que los presidentes y primeros ministros esperen que la visibilidad global de Frozen o Pokémon anime al público extranjero a otorgar el beneficio de la duda a sus objetivos más controvertidos, aquellos para los que realmente necesitan el empuje persuasivo del poder blando. Sin embargo, no existen precisamente pruebas de que la política funcione de este modo; esto es una de las razones por las cuales la mayoría de los expertos en ciencias políticas se han mostrado tan reticentes a este respecto.
La necesidad de legitimidad
Sin embargo, la popularidad del concepto de poder blando entre los entendidos debería atraer la atención de los académicos. Después de todo, ¿por qué consumiría tanto a la gente –entre la que se incluyen los funcionarios gubernamentales y los políticos curtidos– la promesa del poder blando, o por qué les interesa la idea de atractivos nacionales en sí? En este sentido, los ejemplos de Estados Unidos y Japón deberían instruirnos. Ambos son, sin lugar a dudas, dos países muy poderosos, expertos en ejercer un poder duro, ya sea por la capacidad militar estadounidense o por el peso económico estadounidense y nipón; la mayoría de países tiene por objetivo no hacer enfadar a ninguno de los dos. Entonces, ¿por qué se preocuparían estas dos naciones por el poder blando, por si gustan o no a otros países? Maquiavelo decía que ser temido tenía más valor que ser querido; uno se pregunta por qué los Gobiernos persiguen lo segundo cuando ya han conseguido lo primero.
Por consiguiente, la popularidad conceptual del poder blando sugiere que en el sistema internacional importa la legitimidad, tanto para los países más poderosos como para los menos fuertes; es un sistema en el que para aquellos que ejercen el poder es importante creer que lo hacen legítimamente, ya que otros países se sienten persuadidos por su creencia en la democracia, su humanismo esencial, su música jazz o su anime. En el mismo sentido, parece que el poder blando es la imagen que obtiene el poder duro cuando se mire en un espejo deformante del parque de atracciones o la feria.
También es algo instructivo el hecho de que Nye acuñara el término 'poder blando' justo cuando muchos expertos y funcionarios gubernamentales de Estados Unidos se preocupaban por el descenso relativo del poder de su país en contraposición al crecimiento continuo de rivales económicos como Alemania Occidental y Japón, y que el concepto echara raíces en Japón especialmente cuando los expertos y funcionarios gubernamentales de este país se mostraban particularmente alarmados por el aparente declive nipón frente a la ascensión de China. En ambos casos, parecía que el poder blando equivalía al peluche preferido de un niño: un apoyo emocional para los observadores inseguros en ambos países, algo que les recordaba que todavía tenían cierta legitimidad global de la que al parecer carecían sus otrora enemigos. Además, en ambos países se asume que su cultura popular representa de algún modo los valores nacionales de cohesión de una forma transparente y comprensible para el público extranjero. La falsedad de cada elemento de esa asunción es demostrable virtualmente, en especial que los valores nacionales son cohesivos y el público extranjero comprenderá y apreciará un producto cultural como los funcionarios gubernamentales del país de origen esperan que lo haga.
La complejidad del poder cultural
Por supuesto que no quiero decir que la cultura popular carezca de importancia política; sus consecuencias son, sin embargo, más difusas que los burdos beneficios diplomáticos que suele proyectar la tesis del poder blando. A este respecto, me gustaría mencionar la película Deseando amar (conocida también por el título Con ánimo de amar), un filme maravilloso del año 2000 obra del director hongkonés Wong Kar-wai.(*1) La historia se desarrolla en un edificio de apartamentos en Hong Kong, en la década de 1960; como parte de la misma aparece una evocadora escena en la que una de las habitantes les muestra a sus vecinos un invento fabuloso que su marido acaba de traer de un viaje de negocios a Japón: una arrocera. El entusiasmo por el nuevo objeto consume el edificio inmediatamente; los residentes sienten un deseo instantáneo de comprarse su propia arrocera. Todos ellos saben que es de origen japonés, algo que mencionan sin particulares muestras de envidia, entusiasmo o rivalidad. Sin embargo, este invento nipón cambia en el acto la visión que tienen de su propia vida, tanto que la existencia de la máquina define una gran parte del concepto que tienen de su propio futuro como miembros de la clase media.
El director de la película da a entender que una visión particular de la vida de la clase media –una percepción vigente entonces en ciudades japonesas como Tokio y Osaka– se convirtió en el modelo de lo que los hongkoneses esperaban poder conseguir para ellos mismos. Esto es, por supuesto, excepcional por su poder cultural, pero no se trata de la clase de poder que puede ejercer de forma significativa el Gobierno de Japón o de cualquier otro país, ni un poder que convencerá a estos nuevos consumidores de hacer lo que las autoridades japonesas u otras quieran.
Espero que el anime y el manga influyan en mis estudiantes de esta manera más difusa. Creo que no tendría mérito alguno asumir que su entusiasmo por la serie japonesa de dibujos animados más reciente se traducirá en su apoyo a las iniciativas del Gobierno nipón, del mismo modo que sería insensato dar por hecho que el gusto por la música pop coreana derivará en un respaldo a la diplomacia de Seúl, o que un aficionado a la NBA defenderá los ataques aéreos con drones en Yemen. Sin embargo, todas estas manifestaciones culturales pueden mostrarles mundos imaginarios alternativos que les permitan ver su propia vida de forma diferente y les ofrezcan oportunidades de hacer preguntas innovadoras sobre el entorno en que estos fueron creados.
Imagen de la cabecera: El manga goza de popularidad entre los lectores jóvenes de todo el mundo, pero, ¿significa esto que Japón ejerce influencia? © Reuters/Aflo
(Artículo traducido al español del original en inglés, escrito el 5 de enero de 2015)
(*1) ^ Agradezco a la profesora Nakano Yoshiko que me haya recordado la relevancia de esta escena en mi investigación sobre el “poder blando”.
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