Explorando la cultura del papel tradicional japonés
El mundo del 'washi': 1. Un papel que dura mil años
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El washi, un elemento inseparable de la vida diaria de los japoneses
Los japoneses y el washi han vivido juntos durante mucho tiempo. El washi es un papel elaborado manualmente, con una calidez muy especial, fino pero resistente, de gran durabilidad, y un material con tantas virtudes no podía pasar desapercibido a los antiguos.
El washi ha hecho un gran papel en todos los aspectos prácticos de la vida japonesa. Pero también ha vehiculado muchas vivencias y sentimientos. Impregnado en laca, ha servido para hacer vasijas; en aceite de egoma (Perilla frutescens), para hacer paraguas. Usado en el kamiko, un tejido ligero y transpirable pero resistente a la lluvia, ha servido para hacer impermeables. El papel ha iluminado también las noches japonesas, protegiendo la lumbre en farolillos colgantes y linternas portátiles, y ha disipado los calores del verano batiendo en abanicos y paipáis.
Se ha utilizado en los cordoncillos (mizuhiki) que decoran las tarjetas intercambiadas en ocasiones faustas e infaustas; en los colgantes en zig-zag (gohei) que se ofrendan ante los altares sintoístas; en las caligrafías de sutras (shakyō) propias del culto budista.
Ha sido el material de las figuras votivas que representan al maestro Bodhidharma (daruma) y de los gatos que parecen invitar a entrar con un gesto de mano desde las puertas de los comercios (manekineko). Y lo ha sido también de las muñecas que dan un toque de fantasía a las habitaciones. Los shōji (armazones de madera con varillas y papel translúcido encolado utilizados en los vanos) han bañado en una matizada luz los interiores de las viviendas, y esto ha enseñado a los japoneses a vivir sintiendo indirectamente la presencia de la naturaleza. Otro logro del washi, suficientemente fino para dejar pasar la luz, pero suficientemente fuerte para impedir que el aire exterior penetre en las habitaciones.
En la región central de Mino, donde se produce el mejor papel de shōji, oí contar lo siguiente: el papel de shōji llamado honminoshi, que no pasa proceso de blanqueo, luce al principio un tono ligeramente amarillento. Pero una vez colocado y expuesto a los rayos solares durante algún tiempo, se vuelve blanquísimo, precioso.
Se dice que en Edo (actual Tokio), una urbe azotada por continuos incendios, los comerciantes tenían la costumbre de arrojar a los pozos sus libros de cuentas para salvarlos de las llamas. El washi mojado vuelve a su estado original cuando se seca y las letras escritas en tinta no se desdibujan. Y si el agua no puede con él, los bichos parecen odiarlo. El washi hecho a mano es un papel flexible y resistente que ha venido cubriendo todas las necesidades vitales de los japoneses.
Fabricado a mano, lámina a lámina
El secreto de la resistencia del washi reside en una escrupulosa selección de los materiales y en las técnicas manuales que se utilizan en su elaboración.
Las ramillas de kōzo (Broussonetia kazinoki x B. papyrifera, de la familia de las moráceas), mitsumata (Egeworthia chrysantha, de las timeleáceas) o ganpi (Diplomorpha sikokiana) se cuecen al vapor, se les quita la corteza y el material se machaca bien para separar la fibra. Luego se le añade agua y, como espesante, la raíz de la planta tororo-aoi (Abelmoschus manihot). Esta es la composición del washi. Las partículas disueltas en el agua son rescatadas mediante un gran panel escurridor de varilla de bambú (sukisu), haciendo un único movimiento ascendente por cada lámina. Para conseguir un papel fuerte es necesario que fibras de una cierta longitud queden bien compactadas y enredadas sobre el sukisu.
El proceso de elaboración es básicamente el mismo en todo el país, pero cada región produce papeles de diferente textura y carácter, según cuáles sean sus condiciones climáticas, la calidad del agua y otros condicionantes. Antes había “catadores” de washi capaces de adivinar la región de producción con solo tocar el papel.
Se cree que la técnica de elaboración manual del papel se transmitió a Japón desde China en la primera mitad del siglo VII. Es un método encaminado a aprovechar al máximo la resistencia de cada uno de los materiales naturales que intervienen en el proceso, y que en su esencia no ha variado hasta el presente. Por el contrario, en Occidente la pulpa de madera que constituye la base del papel se extrae usando máquinas y productos químicos, y para conseguir la textura, color y características apropiadas a cada uso se recurre a diversos aditivos. Ciertamente, se obtiene un buen aprovechamiento de la materia prima y se favorece la producción masiva, pero los productos químicos dañan las fibras y el resultado es que papel se estropea fácilmente.
La palabra washi, que literalmente significa “papel japonés”, solo comenzó a usarse a inicios de la era Meiji (1868-1912) cuando penetró en Japón el papel occidental, que debido a su bajo costo pero también a la occidentalización de los modos de vida y costumbres de los japoneses ha ido desplazándolo progresivamente.
El washi de Echizen, un papel que vive mil años
Pero algunos washi han sabido capear el temporal. Es el caso del torinoko, de la antigua región de Echizen, del que se dice que vive mil años. El papel es un material fácil de rasgar, que pierde su consistencia cuando se moja y que se quema con gran facilidad. No acierta uno a entender cómo un papel puede durar diez siglos.
El Wakansansaizue, una obra enciclopédica de mediados del periodo Edo (1712), describe el torinoko como un papel “muy apto para escribir gracias a su suave tacto, sólido y duradero, que podríamos considerar el rey de los papeles”.
Este aclamado monarca debe su pulida superficie al ganpi con que se elabora. En otros tiempos, solo las clases pudientes de nobles y samuráis disfrutaban de su textura y resistencia. Por cierto, el nombre de torinoko (literalmente, “hijo de pájaro”) es bastante peculiar. Uno esperaría que existiera alguna explicación convincente sobre su origen, pero, por lo visto, el nombre le viene del parecido de su color a la cáscara de los huevos de las aves. Un nombre clásico, que ha sobrevivido a través de la historia junto al objeto que define.
La cuna del papel de Echizen es el barrio de Ōtaki, en la localidad de Imadate (prefectura de Fukui), donde los talleres tradicionales ocupan las riveras de un cauce de aguas cristalinas. Prácticamente todo el barrio se dedica a la elaboración de papel desde hace siglos.
Pudimos observar cómo se elabora el papel en el taller de Iwama Heizaburō, donde, además del citado torinoko, se fabrican otras variedades de papel que utilizan materiales como el kōzo o el mitsumata.
Durante el periodo Edo, Imadate suministró papel a la casa del shōgun. Ya en la era Meiji, fue aquí donde se hizo el papel moneda para los billetes nuevos de la época, y de 100 yenes hasta la primera mitad de la década de 1950.
“Aquí tenemos un agua blanda y limpia, y un clima frío, y estas condiciones son las que dan carácter al papel de Echizen. Solo en los lugares donde se ha conservado el entorno se puede seguir produciendo buen papel”. Esta región es de nevadas copiosas, hay noches que se acumula hasta un metro, y se dice que el papel elaborado en la temporada fría es más consistente y de mejor calidad que el elaborado en otras épocas del año. La corteza de árbol se cuece en grandes ollas y luego se baña en agua fría. Las fibras, que adquieren el aspecto de hilos brillantes de seda, se lavan bien y se les extrae esmeradamente cualquier impureza. Luego se machacan bien y se mezclan con tororo-aoi para hacer el papel.
Especial esmero se pone en la eliminación de impurezas. “Si te descuidas en esto, el papel no es el mismo”. De la eliminación de las partículas de polvo, trocitos de corteza o imperfecciones presentes en las fibras se encargan mujeres que han trabajado largos años haciendo papel. Ahora cumplen su jornada agachadas sobre las cubetas de agua que contienen las fibras, inspeccionando estas con sus hábiles dedos.
El aire del taller se llena con los duros sonidos del continuo chapoteo. Las figuras de las operarias, que trabajan de pie despidiendo un blanco vaho al respirar, se recortan contra la suave luz que penetra por los altos ventanales. Botas altas de goma, delantales del mismo material y brazos remangados son los rasgos más llamativos de su indumentaria. Sostenidos por dos operarias, los grandes bastidores que soportan los paneles escurridores se inclinan a un lado y al otro como balancines, haciendo bailar la lechosa papilla. Puestas de acuerdo sobre el momento para hacerlo, las operarias sacan el escurridor del agua.
“Con la luz eléctrica, es difícil ver el grosor del papel”. El taller está sumido en una tenue luz natural, pero es el ojo el que se encarga de juzgar, a partir del grado en que el material deja pasar la luz, si se ha obtenido la delgadez suficiente. Y las sutiles variaciones que se dan en el color solo pueden apreciarse a la luz del día, que llega a través de los cristales esmerilados.
Aparte del agua sobre los pequeños hornillos en la que las operarias calientan sus ateridas manos, en el taller no hay ninguna otra fuente de calor. Es este frío lo que confiere calidad al papel.
De las láminas grandes, el taller puede producir 60 o 70 diariamente. En la región de Echizen, este trabajo que exige continuar de pie durante largas horas se ha confiado tradicionalmente a las mujeres. Hoy en día se ve también a hombres entre ellas. De sus manos, enrojecidas por el contacto con la gélida agua, se alza un ligero vapor.
“Si no estamos en contacto con el papel, se nos seca la piel de las manos”. Cualquiera puede imaginarse la dureza de esta labor, que exige sumergir las manos en agua helada. Pero un comentario tan simple como ese transmite sobradamente el espíritu que sustenta todo este esfuerzo. Un proceso llevado a cabo esmeradamente en cada una de sus fases, al cabo del cual la humilde corteza de árbol se transforma en el rey de los papeles.
Reportaje y texto: Mutsuta Yukie
Fotografías: Ōhashi Hiroshi