Cómo tratar el problema del sobreturismo en Kioto: una propuesta imaginativa
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Chaplin, prendado de la hospitalidad japonesa
Turistas de todo el mundo vienen visitando Kioto, corazón de la cultura japonesa, desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos estuvo el famoso Charlie Chaplin, que viajó por primera vez a la vieja capital en mayo de 1936. En Tokio se había comido ya de una sentada 30 langostinos en tenpura. En Kioto, aplaudió con entusiasmo el prodigioso manejo del cuchillo en el famoso restaurante tradicional Hamasaku. Y es que el Rey de la Comedia tenía notables conocimientos sobre la cultura gastronómica local. En aquella ocasión se alojó en el ryokan (hotel de estilo japonés) Hiiragiya, donde el esmerado trato que recibió le arrancó estas palabras: “En japonés hay un dicho: ‘Donde te pica, te ponen la mano’, pues bien, la mano de Hiiragiya iba precisamente allí donde más me picaba”.
Su segunda visita la hizo después de la guerra, en 1961. Sin dejarse desmoralizar por las inclemencias del tiempo, supo encontrar en el paisaje urbano desdibujado por la lluvia “la belleza del ukiyoe”. En el barrio de Kamishichiken, que se extiende a ambos lados de Higashisandō, una de las avenidas que conducen al santuario sintoísta Kitano Tenmangū, Chaplin inspeccionó con gran interés unos baños públicos y repartió helados a los niños. En su niñez, marcada por la pobreza más rigurosa, se había quedado sin lugar donde vivir y se había visto obligado a usar los baños públicos de Londres. La visita a los baños de Kioto le hizo recordar su duro pasado. Estaba en el otro lado del mundo, pero aquello le resultaba muy familiar.
Han pasado más de 60 años desde la última visita de Chaplin a Kioto, y la vieja capital recibe más turistas extranjeros que nunca. Y mientras se afana por responder lo mejor posible a las crecientes demandas que plantea esta masiva afluencia, está sufriendo ya las consecuencias del sobreturismo. Por ahora, los planteamientos básicos son dos: cómo mitigar los efectos más perturbadores del sobreturismo, limitando el número de visitantes, y cómo conseguir que esos visitantes se lleven la mano a la cartera. Es decir, se percibe como algo no deseable que lleguen demasiados turistas, pero el dinero que dejan nunca parece demasiado. ¿Dará Kioto con la fórmula para alcanzar estas dos metas tan opuestas entre sí?
Autobuses repletos, basura por todas partes, persecución y acoso a las maiko…
Un amigo que hace sus negocios en la ciudad me tiene habituado a oír sus quejas. Zonas como Higashiyama o Arashiyama, que reciben cerca de 50 millones de visitantes cada año, están tan atestadas que no puedes caminar por ellas. Los autobuses van hasta los topes y si quieres tomar uno, antes tienes que resignarte a dejar pasar varios. El problema es la cantidad de gente, pero también lo es su falta de civismo. Véase, si no, cómo va esparciéndose por los suelos de las áreas comerciales la basura que produce esta turba. Etcétera. Hace poco se comentaba en internet un vídeo que mostraba a un turista extranjero persiguiendo insistentemente a una maiko (danzarina o aprendiz de geisha) para tomarle fotografías. Y no son solo las maiko: yo mismo, el otro día, me asusté al verme de pronto rodeado por turistas extranjeros que pugnaban por fotografiarme cuando me paré un momento para juntar las palmas de las manos ante la estatua de un jizō (bodhisattva) que tenemos en el barrio. ¡Pero de qué demonios están sacando ustedes fotos!, pensé.
Desatendiendo todos estos problemas, Kioto se concentra en sacar partido del auge turístico. Las grandes cadenas internacionales de hoteles de lujo y las chabacanas tiendas financiadas por capital venido de Tokio están corroyendo nuestra ciudad y echándola a perder. Y el beneficio que queda en casa es ínfimo si lo comparamos con los efectos tan negativos y con las grandes cargas que soportan los habitantes de la ciudad.
Por supuesto, la Administración ha empezado a implicarse. Se ha aumentado la frecuencia de la recogida de basura en las áreas comerciales y se han dispuesto autobuses especiales para cubrir con pocas paradas las rutas hacia los puntos de mayor atracción turística. Además, para aliviar las aglomeraciones en la estación de ferrocarril de Kioto, se harán obras de elevación del edificio de la estación con una inversión de 19.500 millones de yenes. Se está tratando también de favorecer una mejor dispersión, ofreciendo información en tiempo real sobre las áreas que reciben un flujo turístico relativamente menor. Parecida intención tienen las exhortaciones de los templos a que las visitas se hagan, a ser posible, a primera hora de la mañana. Pero huelga decir que ninguna de estas medidas va a suponer una solución radical.
Tasas de acceso y doble tarificación, dos medidas muy difíciles de aplicar en Kioto
Veamos ahora si en otros lugares turísticos del mundo se están implementando medidas avanzadas que puedan servirnos de referencia. Últimamente se oye mucho hablar de la nueva tasa turística de la ciudad de Venecia. La tasa, que comenzó a imponerse en abril, es de cinco euros (unos 860 yenes) y se aplica solo a los turistas que llegan en ciertas fechas de la temporada alta y que, además, no pernoctan en la ciudad. Los ingresos, que por el momento superan las previsiones, ayudarán a sostener el patrimonio cultural y a renovar las infraestructuras.
En nuestro país, tenemos el caso de Himeji, ciudad donde se encuentra el castillo homónimo designado patrimonio mundial por la Unesco. La ciudad está estudiando aplicar una fuerte subida en la tarifa de entrada, pero solo para los visitantes procedentes del extranjero. Esta doble tarificación ya existe en otros países. Por ejemplo, algunos museos de París están aplicando una tarifa estándar y otra con descuento especial para los ciudadanos de países de la Unión Europea.
Pero sería difícil hacerlo en Kioto. El modelo veneciano es posible en islas y otras áreas con pocos puntos de entrada, además de que no trata específicamente de contener las aglomeraciones. E imponer tarifas especialmente altas solo a los extranjeros contribuiría a dar una imagen negativa de Kioto, la de una ciudad que excluye o discrimina, por si no fuera suficiente la fama que ya tiene al respecto.
Pero, lo que es más importante, ¿cómo vas a imponer una tarifa a la gente que simplemente viene a pasear por Hanamikōji, Pontochō o por el mercado de Nishiki, en el barrio de Gion, porque les gusta el peculiar ambiente de la zona? El caso de Kioto no parece equiparable ni al de Venecia, ni al de Himeji.
La “ciudad industrial viva” es el verdadero recurso turístico
Por estas razones, antes de seguir adelante con el debate del sobreturismo, quienes vivimos en Kioto deberíamos considerar una vez más qué tipo de ciudad es la nuestra.
En Kioto la industria turística en un importante componente del PIB de la ciudad, pues representa el 10 % del mismo, mientras que en el conjunto del país se queda en un simple 2 %. Pero la principal aportación al PIB de Kioto no la hace el turismo, sino la industria manufacturera, centrada en la producción de aparatos electrónicos, que ronda el 20 %, mientras que en otras ciudades fabriles como Osaka o Yokohama apenas llega al 10 %. Kioto tiene, además, una notable acumulación de instituciones educativas y de investigación, con una población estudiantil que llega al 10 % del total. Y tampoco hace falta mencionar la importancia que tiene para Kioto el elemento religioso, con todos sus famosos templos budistas.
Así pues, Kioto no es una ciudad que se limite a exponer el legado de su pasado como parte de un paquete. Es la propia vida de los habitantes de esta dinámica ciudad industrial, junto con su actividad religiosa, lo que se constituye en recurso turístico.
Esto es más fácil de entender si acudimos a ejemplos como las geiko (geisha) y las maiko. Son danzarinas e intérpretes de ciertos instrumentos musicales que debutan solo después de haberse instruido durante más de un año, siguiendo una dura disciplina. Todo lo que llevan, desde los soberbios kimonos nishijin-ori, que pueden alcanzar precios de 10 millones de yenes, hasta los abanicos, pasando por las horquillas que adornan su peinado, está hecho casi sin excepción en Kioto.
Hace algún tiempo, un fabricante de abanicos cuyo negocio tiene una historia de 300 años me comentó que la diferencia entre Kioto y los “pequeños kiotos” que habían surgido en muchos puntos del país a imitación de la antigua capital era si se fabricaban o no buenos abanicos. Kioto tiene el entorno natural adecuado para que crezca el bambú, material básico en su fabricación, tiene diseñadores que son verdaderos artistas, y tiene también artesanos que ejecutan a la perfección cada uno de los 88 pasos del proceso tradicional de fabricación, en bambú y papel washi. El arte de las geishas y las maiko, su vestuario y todos sus complementos tienen su origen en la propia ciudad de Kioto.
Cómo hacer del turista nuestro copartícipe
Los recursos turísticos de Kioto se encuentran en la actividad de sus calles y allí reside su encanto y su intrínseca dificultad. Comprender esto es el primer paso en la búsqueda de una solución al “problema turístico” que nos aqueja. Es normal que se produzcan fricciones cuando personas sin relación alguna con el lugar se abren paso en esa vorágine de actividades, y también lo es que muchos turistas acaben sintiendo que Kioto es excluyente. Así las cosas, una solución sería conseguir que los turistas no sean curiosos amantes de las cosas del pasado, sino partícipes del presente de esta ciudad.
El problema es que en Kioto hay algo inefable que dificulta el acercamiento y eso de participar en su presente no resulta nada fácil. Como cabía esperar de una ciudad que ha sido capital durante un milenio, Kioto tiene muchas normas tácitas de difícil comprensión para el forastero.
Pero, al fin y al cabo, todo esto debería formar parte de la experiencia de ser turista en Kioto.
¡Kioto es un juego de rol!
En mi libro Kioto no o-nedan, comparé las calles de nuestra ciudad con el escenario de un juego de rol. Las normas por las que se rige podrán parecer misteriosas, pero si las aprendemos, avanzamos en el juego y ganamos así puntos de experiencia, podremos pasar sin tropiezos al siguiente nivel. Y una vez que afrontemos y superemos al boss, el jefe de cada nivel, podremos acceder a un nuevo mundo de un brinco.
En el juego de rol de Kioto, al encontrarse en su camino con una maiko maquillada de blanco y ataviada con su kimono, el participante debe comprender que su presencia ha sido requerida por un cliente y acude presta a la cita, por lo que el resto de los participantes no tenemos derecho a perseguirla. Una regla que podrá resultar misteriosa, pero cuyo cumplimiento contribuirá a evitar problemas innecesarios con los pobladores y facilitará nuestro avance en el juego.
Hay, además, otro método económico para disfrutar de las maiko sin quebrantar las normas. En Kamishichiken, que, como decíamos más arriba, está cerca del santuario sintoísta Kitano Tenmangū, hay un lugar llamado Kamishichiken Kaburenjō. Esta instalación tiene un precioso jardín donde durante los meses del verano se abre una cervecería. Por una tarifa de 2.500 yenes podemos tomarnos una cerveza con algún tentempié. Y nunca faltan las geishas ni las maiko con sus primorosos yukata (kimono ligero de verano). Siguiendo con el símil del juego de rol, podríamos decir que, una vez acumulados algunos puntos de experiencia, estaremos en condiciones de enfrentarnos con el boss, que en este caso podría ser la responsable de la cervecería, y quién sabe si eso nos abriría las puertas a un ulterior nivel todavía más entretenido.
Si, sobre la base del respeto por la ciudad y sus pobladores, se desea participar en las muchas actividades que tienen lugar en sus calles, podrá hacerse evitando la mayor parte de los problemas que preocupan a los vecinos, y con un costo módico.
También es hora de que los de casa nos replanteemos ciertas actitudes. Lejos de agradecer su elección, algunos tratan a los que nos visitan poco menos que como “contaminantes turísticos”. La pandemia del coronavirus, que vació Kioto de turistas, debería bastarnos para comprender que nuestra ciudad la hacemos entre todos: los que vivimos allí y los que, no viviendo allí, la admiran.
A los turistas hay que exigirles que respeten las normas, pero no se trata solo de eso: los de Kioto tenemos que recibir a los turistas que vienen a disfrutar de nuestra ciudad como el creador de un “juego” recibe a un nuevo participante.
Diré de paso que no me convence demasiado esta tendencia a centrar el debate en la segunda meta a la que me refería más arriba, la de cómo conseguir que los turistas dejen dinero en la ciudad. El otro día, el sacerdote del santuario sintoísta de Yasaka, que es al mismo tiempo director de la Asociación de Turismo, anunció que presentaría su dimisión en protesta por haberse decidido permitir la venta de bebidas alcohólicas a los ocupantes de la tribuna de honor en el desfile de carrozas de fiesta de Gion. El sacerdote reconsideró su intención cuando los organizadores hicieron lo propio con la suya. Esta antigua fiesta se hacía para poner coto a las plagas y epidemias, y para aplacar las almas de los difuntos. ¿No era, precisamente, en la forma en que se ha heredado de épocas pasadas estos ruegos y aspiraciones de tan hondas raíces en la vida diaria donde residía el encanto de Kioto? Además de que el desfile de carrozas no es un acto con ánimo de lucro, esa actitud de tratar de obtener beneficio de cualquier sitio no refleja el espíritu de nuestra ciudad.
Compartir “estrategias de ataque” con antelación
Se me ocurre que los monitores de los aviones que llevan a los turistas hacia el Aeropuerto Internacional de Kansai podrían ser utilizados para proponerles ya antes de su llegada este juego de rol, informándoles de los retos que deberán superar y de las normas de participación. Sería una forma de despertar expectativas de que Kioto puede ser, como Shinjuku, una “Demon City”. Quién sabe, podría descubrirse un filón en libros de estrategias de ataque que expliquen las normas para disfrutar de Kioto. Yo mismo me ofrecería a escribir uno en cualquier momento.
Además, para compensar el coste que supone mantener limpia y bonita la ciudad, en lugares como Gion o Sagano podrían colocarse terminales que permitieran hacer donaciones al instante con dinero electrónico. El Museo Británico no cobra la entrada, pero anima a hacer donaciones a los visitantes que se van satisfechos. Esta digna actitud de un gran museo que ofrece mucho y no cobra nada le está ganado muchos incondicionales a Londres. En vez de introducir la doble tarificación, sería mejor invitar a hacer un pago a aquellos que se hayan divertido con el juego. Esto sería mucho más agradable para ambas partes. Sería una experiencia muy especial, de esas que uno nunca podría prever leyendo el paquete turístico contratado.
Llegados a este punto, las dos metas propuestas que citaba al principio (cómo limitar el número de turistas que llegan y cómo conseguir que dejen dinero) se revelan falsas.
El problema no es el número de turistas. Aun en el supuesto de que gracias a las medidas tomadas por las autoridades fuera posible mitigar parcialmente los efectos que tiene el sobreturismo en la administración o en los transportes públicos, basta con que algunos ignorantes de las reglas se mezclen en el conjunto para que todo se eche a perder. Si, por el contrario, conseguimos un gran número de participantes en el juego que sean buenos conocedores de las normas, el juego será mucho más divertido. Y será mucho mejor conseguir que los buenos jugadores que se hayan divertido accedan a pagar una tasa, que recurrir a esa inelegante doble tarificación.
Los problemas del sobreturismo no se solucionan abordándolos desde un ángulo puramente cuantitativo, ni desde estrategias de lucro económico. Lo importante es conseguir un conocimiento mutuo de los respectivos modos de vida, poniendo en común la información. No el aspecto cuantitativo, sino el cualitativo.
Chaplin ya lo sabía
Chaplin sabía muy bien lo divertido que puede resultar tener una experiencia muy especial participando en un juego, una vez conocidas sus reglas. Él, que conocía bien la cultura de la antigua capital, no se propuso repetir en Kioto el hartazgo de tenpura de Tokio y disfrutó, en cambio, de una comida tradicional de estilo kaiseki. La imprevisible meteorología estropeó alguno de sus planes, pero hasta en lo imprevisto supo encontrar belleza. Se interesó por unos baños públicos que no tenían nada de particular y se integró en la vida local. Y logró reencontrarse, en aquel lejano lugar, con los ambientes que había dejado en el Londres de sus años jóvenes. Halló que, siguiendo normas tal vez extrañas para avanzar en el juego, lograba retornar finalmente a sus raíces. Si Kioto consigue congregar a tanta gente, es porque todos encuentran en ella ese algo que les recuerda a su tierra natal. Si nos dejamos cegar por amenazantes cifras de visitantes y promesas de lucro, perderemos eso otro mucho más esencial. Preguntarse por el turismo de Kioto es, en realidad, preguntarse por lo más profundo de la vida humana.
(Artículo traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: el templo Kiyomizudera, en Kioto, repleto de visitantes. ¿Cuál es la esencia del sobreturismo? ¿Qué aspectos estábamos descuidando? - Reuters.)