En busca del “satori”: alojarse en un templo zen
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Escapar del bullicio y la presión de la ciudad
Elegí el Taiyōji porque un conocido japonés que es periodista lo visitó por trabajo y me lo recomendó para una primera experiencia. También me decanté por este templo porque, aunque está situado en una zona poco explorada, queda a solo dos horas y media de Tokio.
La mañana del primer día cometí un error bochornoso. Había quedado frente a la estación de Seibu-Chichibu a las 2 de la tarde para que vinieran a buscarme desde el templo, pero perdí el tren exprés al que tenía que montarme en Ikebukuro. Me había entretenido preparando el equipaje con ropa de abrigo y llegué a la estación cuando el tren estaba a punto de salir. Creyendo que podría pagar el billete adicional para tren exprés dentro del vagón, compré un billete para tren normal e intenté montar a toda prisa, pero el personal de la estación me lo impidió.
Cuando bajé del tren local —bastante más lento que el exprés— en la estación de Seibu-Chichibu, el transporte al templo ya había partido con los demás participantes a bordo. Por suerte, pude llegar hasta la estación de Mitsumineguchi, en la línea de Chichibu Railway, y luego completar el trayecto en taxi, pero ya había empezado la experiencia con mal pie.
Llegué nervioso y atolondrado, pero Asami Sōtatsu, el monje principal del Taiyōji, me recibió son una sonrisa afable. “Me alegro de que hayas podido llegar. Acabamos de empezar una clase de yoga en el salón de zen. Cuando te hayas instalado, te acompañaré hasta allí”, me explicó.
Éramos veintidós participantes: quince mujeres y siete hombres. Aunque antes de la pandemia no era raro que acudiesen turistas extranjeros, esta vez yo era el único no japonés. Gozaba de una situación ideal para sumergirme en la cultura tradicional de Japón.
Todos hablaban entre ellos con tanta confianza que pensé que eran un grupo, pero resultó que la mayoría habían venido solos. Me extrañó porque creía que a los japoneses no se les daba bien comunicarse con personas a las que acababan de conocer. Así pues, el shukubō no era una experiencia exclusivamente individual, sino que también tenía una faceta grupal.
Sin perder el tiempo, pregunté a los compañeros por qué habían decidido participar en la estancia. Una chica en la veintena explicó que había abandonado el trabajo para dar la vuelta al mundo pero la pandemia la había obligado a cancelar sus planes. Venía buscando alguna pista porque no veía claro cómo enfocar su futuro. Otro chico de una edad similar, alto y corpulento, había renunciado a un puesto de vigilante al enfermar por el estrés y el sobreesfuerzo, y, ahora que se encontraba bien físicamente, venía al templo para recuperar la calma mental. Me sorprendió que hubiera tantos jóvenes ansiosos sobre su futuro que probasen el shukubō para solucionar sus problemas.
Lo cierto es que yo también tenía tribulaciones personales y quería aislarme en plena naturaleza, en un lugar recóndito donde no llegase la cobertura telefónica, para replantearme mi vida. Además, padezco una enfermedad autoinmune que se manifiesta cuando me someto a un estrés intenso y quería conocer el secreto de los monjes budistas, que siempre parecen tan serenos.
Cuesta vaciar la mente
Después de la clase de yoga, regresamos al pabellón principal para empezar la práctica espiritual propiamente dicha. Primero cantamos sutras. El Sutra del Corazón (Hannya Shingyō), que se recita en el budismo zen, sintetiza el concepto de vacío que constituye la esencia del budismo Mahayana en solo 262 caracteres.
En la misa cristiana, después del sermón del cura, los fieles cantan canciones basadas en la palabra de Cristo o la Biblia cuya letra entienden. Por eso se me hizo rarísimo entonar cánticos budistas de letra totalmente incomprensible.
El monje principal se situó frente a una gran estatua de Buda e hizo sonar un cuenco llamado keisu con una suerte de palo. Parecía que intentase resucitar a Buda. Me sobrevino un escalofrío. Luego empezó a recitar sutras a gran velocidad, como si Buda lo hubiera poseído. Se convirtió en alguien totalmente distinto al hombre que me había recibido un rato antes; parecía que hubiera sufrido un desdoblamiento de personalidad.
Después de recitar el Sutra del Corazón, nos dedicamos a copiarlo. Había que colocar un papel translúcido sobre una muestra y reseguir los caracteres, una actividad sencilla incluso para un extranjero que no supiera japonés. Lo hicimos en silencio, por lo que reinaba un ambiente más calmado que durante los cánticos.
Empecé con la intención de concentrarme solo en lo que estaba haciendo, pero a los cinco minutos empecé a dispersarme. Me preguntaba por qué toda aquella gente había venido hasta un lugar tan recóndito para copiar sutras. Tardé una hora en terminar la copia.
Al final de la actividad, teníamos que escribir un deseo; el mío fue entender para qué había estado haciendo aquello. Ahora veo que no capté en absoluto el significado de vacío.
Cuando quise levantarme, se me habían dormido las piernas y me desplomé sobre el suelo de tatami.
Mientras esperaba a que se me restableciera la circulación de las piernas, dos compañeros me invitaron a tomar un baño en la bañera de piedra del jardín interior. Como el sol se había puesto y refrescaba bastante, decidí calentarme antes de cenar. El agua desprendía un ligero olor a azufre. Al levantar la vista, sobre mí se alzaba un cielo repleto de estrellas. “El paraíso”, murmuré sin pensarlo.
Cocinar y comer forman parte de la práctica espiritual
Como buen amante de toda la gastronomía japonesa, probar la cocina budista (shōjin ryōri) era lo que más ilusión me hacía de toda aquella experiencia. Sin embargo, me preocupaba un poco porque la cocina budista de Japón solo utiliza ingredientes de origen vegetal y dudaba de que fuera suficiente para saciar a alguien de un país tan carnívoro como el mío. En los aledaños del templo no había ninguna tienda de conveniencia. Después del yoga, los cánticos y el copiado de sutras, me rugían las tripas. ¿Aguantaría hasta la mañana siguiente solo con verdura y legumbres?
Mis temores resultaron infundados. La cena que nos sirvieron era muy variada y me llenó lo justo. Había sopa de verduras (kenchinjiru), rábano japonés con miso (furofuki daikon), tempura de lampazo y zanahoria (gobō to ninjin no kakiage), espinacas con salsa de sésamo (hōrenso no goma ae), berenjena frita (nasu no agedashi), tofu liofilizado (kōyadofu) y zanahoria cocida (ninjin no nimono). Pensé que con eso iba a poder dormir tranquilo.
Después de la cena, me aguardaba lo más duro de la estancia. En el Taiyōji, situado en un terreno a 800 metros de altura, hasta los días en que se rondan los 20 grados, la temperatura se desploma casi hasta cero de noche y de madrugada. Además, al ser un edificio tradicional de madera de casi trescientos años, el viento se cuela por las rendijas constantemente. Por supuesto, no se duerme en cama, sino en futón, sobre el gélido suelo de tatami. Ni tapado con tres mantas y con capucha logré entrar en calor. Justo antes de que saliera el sol eché una cabezadita, pero tuve un sueño horrible en el que despertaba en plena noche y a mi lado tenía la terrorífica cabeza de una estatua budista; el grito que proferí en sueños me despertó.
Cuando, por la mañana, reunidos alrededor de una estufa de petróleo en el pabellón principal, conté mi sueño a los demás, una compañera confesó que ella también había soñado que se le aparecía un ogro y se quedaba paralizada. Otro chico añadió que había oído el sonido del keisu en sueños y se había despertado de repente. Todo aquello me pareció demasiada coincidencia y concluí que Buda debía de estar observándonos a todos.
Al ser el único extranjero del grupo, muchos compañeros entablaron conversación conmigo durante la estancia. Parece que a los japoneses les interesan muchísimo los extranjeros que admiran la cultura de su país.
Mi conexión con Japón se estableció mediante el anime y el manga: Dragon Ball (Bola de dragón), Sailor Moon, Captain Tsubasa (Supercampeones en América Latina; Campeones: Oliver y Benji en España)... En Francia toda la animación era nipona. Empecé a estudiar japonés porque quería ver anime y leer manga en versión original.
El ruido de la vara corta el aire helado
De vuelta a la práctica, empezamos las actividades del día recitando sutras, tras lo cual nos esperaba lo que podríamos considerar el punto álgido de la experiencia: el zazen.
Con mi escasa flexibilidad corporal, pensé que no sería capaz de sentarme en el suelo con las piernas cruzadas, pero me resultó sorprendentemente fácil. No sé si fue gracias a la sesión matutina de yoga o a que Buda quería que alcanzara pronto el satori.
Empezamos entrecerrando los ojos como las estatuas de Buda, fijando la vista a unos dos metros de distancia y respirando con el diafragma, con la columna bien recta y los hombros relajados. Lo complicado fue lo que vino después. Aunque creía que en esa posición me iba a relajar, el corazón se me aceleró y latía cada vez más fuerte. Seguramente tenía demasiadas expectativas sobre los efectos de la meditación. Me parece que me presionaba demasiado, creyendo que “algo bueno” iba a ocurrir dentro de mí, que se me iba a abrir un mundo que nunca había percibido hasta entonces y que, si no era así, habría fallado.
El monje pasaba por delante de nosotros portando una vara llamada keisaku. En el zazen convencional, la vara cae implacablemente sobre aquel que no se concentra, pero en el Taiyōji eso solo se aplica a quienes lo desean. Para pedir ese “toque de atención”, hay que juntar las palmas de las manos y bajar la cabeza cuando pasa el monje.
Creía que, al ser principiante, el monje me daría un toque suave, pero me equivocaba. El golpe seco resonó en todo el pabellón. ¡Qué dolor!
A pesar de todo, después de sentir el impacto del keisaku, logré mantener la postura correcta, respiré tranquilamente y me calmé. Las distracciones que me rondaban por la cabeza se fueron disipando y desapareciendo.
El pabellón de zazen se alza sobre un acantilado y se puede meditar en el pasillo que da a los ventanales. Mientras contemplaba las hojas que empezaban a cambiar de color, me invadió la sensación de flotar en el aire. Pensé que Buda me estaba recompensando.
Una experiencia de dos días y una noche no basta para comprender qué es el zen. Aun así, me parece que me permitió atisbar el mundo del vacío. Se trata de centrarse en el aquí y el ahora. Además, encontré un lugar donde puedo desconectar cuando me canse de la vida en la ciudad.
Al volver a Tokio, escribí a familiares y amigos que viven en Francia para contarles mi experiencia. Al día siguiente mi madre, que vive en el sur del país, me respondió “Cuando termine la pandemia, quiero viajar a Japón y que me lleves al Taiyōji”. Me puse contentísimo y le escribí “La próxima vez que vengas, que sea en primavera. Cerca del templo está el parque Hitsujiyama, que es famoso por los cerezos en flor. También iremos a un campo de flox musgoso que tiene el monte Fuji de fondo”.
Fotografía del encabezado: El Taiyōji, también conocido como “el templo del cielo”, donde se puede practicar el zazen en plena naturaleza.
Todas las fotografías y la composición del artículo son obra de Amano Hisaki.
Taiyōji
- Dirección: 459 Ōtaki, Chichibu, Saitama
- Acceso: 25 minutos en taxi desde la estación Mitsumineguchi de Chichibu Railways. (Hay un servicio de transporte con reserva previa para los que participan en el shukubō)
- Teléfono: 0494-54-0296
- http://www.taiyoji.com