“Echo de menos mis clases presenciales” – la experiencia de un profesor
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Para mí, hablar de tiendas es hablar de libreros de viejo. Imparto una clase sobre el clásico japonés Man’yōshū, escribo artículos y realizo conferencias sobre él, y así me he venido ganando la vida durante treinta años. Es decir, que mi profesión se centra en una obra escrita hace 1.300 años. Sin embargo, tengo mis límites. En esta época del coronavirus que vivimos me paso mis días dando clases online y trabajando a distancia. Incluso los especialistas en literatura japonesa clásica damos nuestras clases sudando la gota gorda.
Los peligros de la pantalla
Últimamente doy mis clases frente al ordenador, con las caras de mis estudiantes en una ventana dividida en paneles, pero algunos estudiantes no quieren mostrar su cara. Está claro que tienen miedo a que alguien capture su imagen y la cambie o use con malas intenciones, y yo debo respetar esa preocupación. En esos casos les hablo a sus retratos que han dibujado o fotos que han elegido ellos mismos para representarse. Algunos incluso utilizan ositos de peluche, en lugar de sus caras.
Por otro lado, los profesores tampoco sabemos si alguien va a usar nuestra imagen con fines maliciosos, así que debemos hablar con suma cautela. Si digo, por ejemplo, que determinada explicación o hipótesis ahora nos parece ridícula, alguien puede sacar esa aseveración de contexto y subirla a la red. Por eso las clases online tienden a hacerse demasiado rígidas y formales.
Tras medio año tratando de dar clases online debo decir que la interacción directa con mis estudiantes es algo estupendo. Todos los científicos que estudian sobre inteligencia artificial están de acuerdo en este tema: cuanto más investigan la IA, más aprecian la enorme complejidad y maravilla que representan los humanos reales.
El contacto directo es la esencia de una clase
A mí me gusta mirar a los ojos a mis estudiantes, tanto si son diez como si son cien. En el brillo de sus pupilas puedo discernir si encuentran la clase interesante, o si están a punto de quedarse dormidos, y puedo adaptar mi forma de hablar. En esta interacción existe una especie de competición momentánea que tiene lugar entre los estudiantes y los docentes. Es como si, en pocas palabras, el ambiente de la clase quedara bajo el dominio de una deidad; los estudiantes y el profesor interactúan, y se generan encuentros que solo se producen una vez en la vida. ¿De qué sirve una clase si no proporciona esa sensación?
Un cocinero de sushi de categoría calcula con precisión la cantidad de arroz y el tamaño del pescado, según cuánto alcohol esté consumiendo su cliente. Una geigi o geisha de alto nivel enamorará a sus patrones por medio de sus primeras palabras. Ese tipo de interacción directa es especialmente importante para los artistas que actúan cerca de su público.
Tengo un recuerdo interesante al respecto. Man’yōshū (la primera colección de poesía japonesa) contiene algunos pasajes espinosos. Hace cuarenta años uno de mis profesores, mientras daba clase, comenzó a liarse al interpretar uno de esos pasajes. Aquel maestro, alguien a quien debo mucho, se quedó paralizado ante la pizarra, balbuceando con los brazos cruzados. Los estudiantes tragamos saliva y nos miramos, sin saber qué hacer. Se trataba del mayor experto en el campo; yo también me quedé sin aliento.
¿Qué hace a un profesor inolvidable?
Incluso después de todos estos años sigo recordando su expresión atormentada. Aquel día descubrí las dificultades del investigador: incluso un experto de aquel calibre podía perderse en interpretaciones y significados.
Si aquel episodio hubiera ocurrido hoy día quizá lo habrían tachado de fracasado; en este sistema de clases remotas en el que todo se estandariza, tal vez se hubiera considerado un simple error. Y sin embargo, en aquella aula, hace cuarenta años, simplemente observamos atónitos a nuestro profesor, mientras parecía pensar con su cuerpo entero.
¿Qué pasó después? Con una mirada de angustia, el profesor se disculpó: “Lo siento, pero ya no comprendo el pasaje. Discúlpenme, pero la clase ha terminado por hoy”; tras una profunda reverencia salió del aula. La semana siguiente el curso cambió de rumbo por completo, y durante el medio año siguiente nos dedicamos por completo a la interpretación de aquel poema. Esto tampoco se permite hoy día. Los docentes recibimos indicaciones precisas del Ministerio de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología, y debemos llevar a cabo nuestro trabajo siguiendo planes previamente presentados y aprobados. Las universidades de ahora no son más que instituciones subvencionadas del Estado.
En Man’yōshū se denomina tama-ai (“encuentro de almas”) a la idea de que las dos almas de una pareja, separadas de sus cuerpos, se junten en una. Por el contrario, un contacto directo entre un hombre y una mujer se llama tada-ai (“encuentro directo”). En dicha obra encontramos este poema:
Tama-awaba
Ai nuru mono wo
Oyamada no
Shishida moru goto
Haha shi morasu mo
Que se podría traducir como:
“Cuando las almas se encuentran
Sus cuerpos también lo hacen.
Ciervos y jabalíes surgen de los arrozales en los montes
Para observar a los amantes,
Como una madre que se sorprende por lo que hacen sus niños”
(Poema 3.000, volumen 12)
Está claro que los japoneses de esa época creían que, en lo que al amor se refería, era mejor juntar los cuerpos que las almas.
Quizá el lector avispado no necesite este último comentario, pero quiero dejar claro que condeno cualquier tipo de acoso sexual. Por si acaso.
(Artículo traducido al español del original en japonés. Fotografía del encabezado: un estudiante de la Universidad Dōshisha durante una clase online – Jiji Press)