Soy escritora porque primero fui ‘otaku’
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Las mismas modas, al mismo tiempo, fuera de Japón
Soy una otaku.
Lo cierto es que suelo dudar al decir esto, por mi pobreza de conocimientos sobre ese mundo bidimensional (el mundo de los personajes del manga y el anime), y en parte siento que estoy faltándole el respeto a los verdaderos otakus cuando digo que soy parte de su comunidad; pero también es cierto que para quienes no tienen interés por la cultura del anime, el hecho de hablar de “los verdaderos otakus” quizá sea prueba suficiente de que pertenezco a ese grupo, de modo que seguiré diciendo que soy otaku.
Esto no lo supe hasta después, pero cuando era pequeña, en Taiwán, yo seguía las mismas modas y veía los mismos animes que veían los niños japoneses de nuestra edad con un pequeño desfase temporal. Durante mis primeros años en la escuela primaria leía el manga Mei tantei Konan (Detective Conan); me fascinaban los combates entre el Kudō Shin’ichi, el protagonista, y los Hombres de Negro, pese a que no sabía leer el hiragana ni el katakana que aparecían a veces como pistas en la historia (como en el tomo 12, “El secreto de la luna, las estrellas y el sol”). Cuando estaba en cursos de nivel medio llegó el fenómeno de los cómics Coro Coro (una revista mensual basada en franquicias de juguetes), y empecé a coleccionar los últimos juguetes japoneses: coches 4x4 en miniatura, B-Daman, Hyper Yōyō, Beyblade… En cursos superiores descubrí la serie de manga Cardcaptor Sakura, y me enganché a Inuyasha.
Lo que más me gustaba de todo aquello era Pokémon; no sabía leer nada de japonés en esa época, pero eso no me impedía jugar a sus videojuegos, y jamás me perdía ninguno de los episodios semanales (salvo cuando mis padres entraban en mi habitación y no podía verlo). Coleccionaba todo tipo de juguetes de Pokémon, y vi todas las películas en vídeo y DVD. Incluso hoy día sigo creyendo que la primera película, Myūtsū no gyakushū (Pocket Monsters, la película: Mewtwo contraataca), es una obra maestra. De hecho, supongo que debí de oír hablar de esta moda de los pocket monsters antes incluso de que saliera oficialmente la franquicia en Taiwán. Recuerdo un día, cuando era estudiante de los primeros cursos de primaria y acabábamos de empezar a leer kanjis, en que un titular de periódico, en una tienda de veinticuatro horas, captó mi atención con las palabras “pocket monsters” en chino; el artículo resultó ser una noticia sobre cientos de niños que habían sido ingresados en hospitales tras ver una popular serie nueva de anime en televisión.
La controversia del infame episodio 38 de la primera temporada, “Dennō senshi Porigon” (Cibersoldado Polygon), generó el llamado “shock de Pokémon” por todo el mundo, y también se debatió en Taiwán.
En aquella época todavía no se emitía ese anime en Taiwán ni contaba con título oficial en chino; el que vi en el periódico era algo provisional, seguramente. No fue hasta años después que empezaron a emitirla, con kanjis diferentes, y por casualidad vi un episodio -el 31, “Diguda ga ippai” (¡Aplasta a esos Diglett!)-; me enganché de inmediato. Me puse al día con la historia hasta ese punto, leyendo la versión en manga de la serie, y seguí viendo sin falta el anime hasta que entré en el instituto. Por motivos obvios el controvertido episodio 38 nunca se estrenó en Taiwán, ni tampoco lo incluyeron en el cómic, así que durante muchos años fue un misterio para mí.
Aprender japonés cantando canciones de anime
Mis intereses sobre todo lo otaku han ejercido una gran influencia en mi aprendizaje del japonés. Empecé a estudiar japonés por mi cuenta en mi ciudad, una pequeña localidad de provincias en la que no había ningún profesor que enseñase ese idioma, cuando era estudiante de segundo curso, en secundaria. El primer silabario que aprendí no fue el hiragana, sino el katakana. Era el silabario con el que se escribían los nombres de los personajes de Pokémon. En esto me ayudaron mis conocimientos de inglés, que como estudiante de secundaria ya dominaba en cierta medida, ya que muchos de esos nombres japoneses estaban inspirados en palabras inglesas: sabía, por supuesto, que los nombres de los legendarios Furīzā, Sandā y Faiyā, por ejemplo, vienen de freeze (congelar), thunder (trueno) y fire (fuego). Es decir, que a partir del inglés iba reconstruyendo y memorizando la pronunciación del katakana. Así fue como comprendí también reglas como la adaptación del sufijo -er del inglés a la “a” larga del japonés.
Lo que más me ayudó para aprender el hiragana fueron las canciones de anime. Como nativa de la era digital que soy, mi primera reacción fue buscar en Internet, donde encontré una tabla en la que aparecían los cincuenta símbolos del silabario hiragana con su pronunciación en alfabeto; descargué un vídeo del tema principal de Pokémon y escribí las letras japonesas en un documento de Word a medida que aparecían en pantalla, buscándolos en la tabla y escribiendo debajo su pronunciación figurada en alfabeto. Cuando aparecía un kanji, lo escribía en chino. Luego imprimía esas letras caseras y empezaba a cantar con ellas, memorizando en poco tiempo todos los caracteres del hiragana. Aprendí la pronunciación japonesa de algunos de los kanjis en las letras, con palabras como kimi (君, “tú”), suki (好き, “gustar”), shōnen (少年, “chico”) o monogatari (物語, “historia”). Empecé a ver anime en versión original, en lugar de verlo doblado al chino, y me enamoré del sonido de las palabras japonesas.
A medida que mejoraba mi nivel empecé a probar con otras canciones de anime, incluyendo los temas principales de Meitantei Konan, Inuyasha y Hikaru no Go. Fue por esta época cuando escuché por primera vez otras canciones de Kuraki Mai (“Time after time – hanamau machi de -), V6 (Change the world) y Dream (Get Over), temas que me causaron una gran impresión. Incluso cuando no comprendía las letras podía cantarlas con facilidad, siguiendo la pronunciación del kana; esto era algo sorprendente para mí: aunque sabía mucho más inglés que japonés en esa época, me costaba cantar canciones en inglés, y me pasaba el día cantando en japonés. Al hacerlo iba aprendiendo todo tipo de palabras nuevas: tsubasa (alas), habataku (agitar), sasaeru (sostener), meguriau (encontrarse), kasumu (volverse brumoso), tsugeru (informar), tayasu (exterminar)... Mi vocabulario japonés era muy superior a mi gramática, pero tenía una mente bastante rápida y buena memoria, así que aunque no tenía a nadie que me enseñara, una vez aprendía una palabra como kasumu, por ejemplo, podía asociarla de inmediato con el personaje Kasumi de Pokémon y descubrir lo que significaba; de este modo fui creándome mi propia imagen del idioma, y de cómo funcionaba.
Fue más tarde, después de entrar en el instituto y empezar a vivir sola, cuando entré en contacto con lo que podríamos denominar contenido plenamente otaku: animes como Shakugan no Shana, Suzumiya Haruhi no yūutsu (La melancolía de Suzumiya Haruhi) o Lucky Star. Estos y otros animes fueron una gran fuente de inspiración para mí. Empecé a asistir a clases privadas de japonés una o dos veces a la semana, además de las clases del colegio, logrando por fin una educación completa en japonés con la que complementar el autoaprendizaje que había estado haciendo hasta entonces. No tengo ninguna duda de que sumergirme de ese modo en el anime fue una ayuda inestimable en mis estudios (aunque en el instituto se metían conmigo por ser otaku). Cuando entré en la universidad seguí viendo esos animes, y anotando las frases que más me gustaban de los diálogos; estudiar así el idioma me ayudó a perfeccionar mi capacidad de escuchar y escribir.
El joyero de palabras que me convirtió en escritora
A medida que mi japonés mejoraba empecé a sentir que el J-pop y las canciones normales de anime ya no satisfacían mis necesidades. Todas las letras de las canciones de J-pop parecen consistir en las mismas palabras y frases, como si las fabricaran con plantilla, y las estructuras gramaticales también son bastante limitadas, casi todas relacionadas con patrones que cualquier estudiante debe dominar antes de llegar al nivel 3 del examen oficial (en el sistema antiguo, en el que el nivel más bajo era el 4). Quería enriquecer mi vocabulario, y estas canciones, con su léxico limitado, empezaron a perder su atractivo. Fue por esa época que conocí a Sound Horizon.
Las canciones de este grupo contenían una riqueza de vocabulario como no había visto hasta entonces. Las letras contenían muchos vocablos y kanjis nuevos para mí, y contaban a menudo con estructuras sintácticas que yo estaba estudiando para los niveles 1 y 2 del examen oficial; con cada nueva canción que escuchaba experimentaba la alegría de sumergirme en un torrente de palabras nuevas, y mi vocabulario pronto se enriqueció y se hizo mucho más sutil, con joyas como denshō (tradición), seija (santo), waikyoku (perversión), hisame (lluvia fría), tasogare (crepúsculo), ishi (último deseo, o ahorcamiento -escrito con diferentes kanjis-), jojishi (poema épico), ikuseisō (largos meses y años), yōtoshite (completamente desconocido), kataru (estafar), ayameru (asesinar) o uruwashii (hermoso).
Quizá haya quien se ría de algunas de esas palabras, considerándolas inútiles, pero en el joyero de mi vocabulario yo deseo guardar la mayor cantidad de joyas que pueda. Algunas de ellas quizá no sean perfectas, y muchas de ellas no me servirán para cualquier ocasión; con otras ni siquiera estará claro que puedan tener nunca ningún valor. Pero todas brillan a la luz de la luna cuando llega el momento apropiado. De hecho fue gracias a ese rico almacén de palabras que he fabricado estos años que pude convertirme en escritora en japonés.
La gente suele decir que los mejores escritores son los que pueden expresar ideas profundas en un lenguaje llano que cualquiera puede entender, pero yo no estoy de acuerdo. Un escritor es como un pez que vive en las profundidades del océano de las palabras, y si se encuentra encerrado en un estanque pequeño y somero se quedará pronto sin aire y morirá. Cuantas más palabras pueda usar libremente un escritor, mejor. ¿Por qué escribir que un lugar es “estrecho, y de movimiento limitado”, cuando podemos decir que es “angosto”? Si en lugar de decir que alguien está cansado de algo decimos que está saciado, nuestra frase quedará más compacta. Cuando coses no siempre quieres hacerlo con el hilo más normal; si es necesario puedes elegir un hilo dorado muy caro. Pasa lo mismo con la escritura; no me importa utilizar palabras con kanjis muy exóticos y rebuscados si he decidido que me van a servir para mi propósito y contribuyen a que mi texto sea lo mejor posible. Quizá los políticos necesiten usar un lenguaje accesible para asegurarse de que su mensaje llega a un espectro muy amplio de personas, pero yo no soy política.
Y lo cierto es que no existen las “palabras que cualquiera puede entender”. Sé por experiencia personal que las personas que elevan la voz para que “usemos palabras que cualquiera pueda entender” son muchas veces las mismas que excluyen sin pensar a muchos individuos de sus definiciones sobre lo que constituye “cualquiera”: gente como yo, hace diez años, por ejemplo, cuando aún no sabía leer y escribir japonés correctamente. Su concepto de “cualquiera” es falso; yo prefiero escribir para lectores que puedan seguirme. Si me he esforzado para conseguir unos ingredientes un tanto exóticos y he pasado horas en la cocina preparando una comida compleja, creo que es razonable esperar que mis lectores se tomen su tiempo para saborearla debidamente, aunque eso signifique que deban tener un diccionario en la otra mano. No soy una hablante nativa, después de todo, así que la cantidad de palabras “difíciles” que suelo usar también tiene sus límites. Incluso hoy día mantengo mis hábitos de adquisición de vocabulario, y leo novelas japonesas a diario. Hay muchísimas palabras que todavía desconozco, en este mundo, palabras que esperan pacientemente a que las descubra… o al menos así me siento yo.
Pero volvamos al tema: Sound Horizon y la música que me ayudó a mejorar mi capacidad de expresión en japonés; aunque descubrí esto un tiempo después, la música de ese grupo suele contener ciertos síntomas de lo que muchos describen como chūnibyō, “síndrome de segundo año de secundaria” (adolescentes que sienten tal necesidad de sentirse diferentes que llegan a convencerse de ser genios artísticos o poseer poderes paranormales). Supe de este concepto a través de un anime, claro; la serie ya clásica Chūbinyō demo koi ga shitai! (“Incluso un chūnibyō quiere enamorarse”, distribuida en inglés como Love, Chunibyo & Other Delusions). Con esta serie descubrí el tipo de chūnibyō conocido como jakigan (“ojo maligno”), que lleva a ciertos adolescentes góticos a crear mundos imaginarios en los que viven sus fantasías. Sus conversaciones están plagadas de términos literarios y filosóficos, como setsuna (transitoriedad), dōkoku (llanto), shūen (fallecimiento), rengoku (purgatorio), konton (confusión), rezondētoru (razón de ser, del francés raison d’être) o runatikku (lunático), hablan de sí mismos usando pronombres de primera persona pasados de moda, conversan de manera misteriosa sobre conceptos como el gato de Schrödinger.
Enfermos, pero también adorables
En el mundo bidimensional del manga y el anime aparecen con frecuencia personajes con ese tipo de síntomas, hoy día, y también he conocido a gente así en el mundo real. Algunos eran japoneses, pero también había estudiantes extranjeros. En general este tipo de personas suelen darle vergüenza ajena a mucha gente, pero yo las encuentro bastante adorables. Creo que su comportamiento excéntrico no deja de ser al final resultado de su incapacidad para controlar un creciente sentido de sí mismos, y de su ansia de crear y expresarse que viene dada por la adolescencia misma. Los encuentro mil veces más empatizables que otras formas de neurosis que vemos reflejadas a diario en la sociedad, donde muchas personas alcanzan la madurez incapaces de dominar su tremendo ego, incluyendo a esos hombres de negocios, desesperados por impresionar a los demás, y su manía de usar términos de negocios en inglés que ni siquiera comprenden bien, como consensus -consenso-, commitment -compromiso-, just idea - solo una idea-, issues -conflictos-, evidence -pruebas- o initiative -iniciativa- (gente que sufre lo que yo suelo llamar “síndrome Lehman”). O esos expertos en etiqueta que carecen de conocimientos sobre el lenguaje pero se muestran perfectamente dispuestos a reprender duramente a cualquiera que quebrante en lo más mínimo las reglas del japonés honorífico.
Ahora que lo pienso, yo misma estaba en segundo curso de secundaria cuando empecé a estudiar japonés y a escribir novelas, curiosamente. Uno de los síntomas clásicos del chūnibyō en Japón es que el adolescente en cuestión se harte de escuchar J-pop y empiece a escuchar música occidental; en mi caso esos síntomas fueron algo diferentes, por haber crecido en Taiwán: me cansé de canciones con letras en chino y empecé a escuchar solamente canciones en japonés. Es decir, que probablemente yo misma sufría una especie de chūnibyō, mientras luchaba por mantener mi creciente autoconsciencia y buscaba cómo dar salida a mi creatividad y mis sentimientos encerrados, aunque ese término aún no existía. Al volcarme en el estudio de un idioma extranjero, escribir historias y finalmente hacerme escritora, conseguí sublimar mi anhelo de significado y autoexpresión; quizá no sea una exageración decir que mi propio brote de chūnibyō se convirtió en los cimientos de mi creatividad.
Espero que ese tipo de jóvenes, de todo el país, o más bien de todo el mundo, dejen de sentir vergüenza de mostrar los síntomas de ese síndrome. Que los consideren un don, y los cuiden con cariño, para poder crecer gracias a ellos.
(Artículo traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: Carlos / PIXTA)