¡Quiero hablar en ainu!
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A modo de presentación
Soy ainu. La gente dice que se nota. Sin embargo, cuando cuento que nací en Kōenji, en el distrito de Suginami, en Tokio, y que crecí en la ciudad de Ageo, en la prefectura de Saitama, a veces parece que mi interlocutor considera por eso que no soy ainu, después de todo, y ahí termina la conversación. Quizá ya no sea el caso, pero hace unos 20 años casi nadie sabía que miles de ainu viven en la región de Kantō, en el centro del país, y que existen organizaciones ainu.
Yo mismo era consciente de ser ainu, pero a mi alrededor apenas había nada que me hiciera sentir o comprender qué significaba esa palabra. Salía de casa por la mañana y no veía a mis utari (parientes) hasta que regresaba de la escuela. Lo único que me recordaba a los ainu eran unos muñecos de madera tallados en forma de una vieja pareja de ainu, en una peluquería cercana. Una vez al mes, cuando iba a cortarme el pelo, me divertía en cierto modo ver esos muñecos reflejados en el espejo.
En 1980 mi madre y algunos amigos suyos fundaron la llamada Asociación Kantō Utari, que comenzó a mantener reuniones mensuales. En ese momento no tenían lugar para reunirse, de modo que alquilaban una sala de reuniones en el Centro de Bienestar Laboral de Shinjuku o de Itabashi. Mi madre nació a finales de la década de 1940 y su generación ya se había alejado un poco de los ainu y su cultura tradicional. Sin embargo, a veces las mujeres más mayores acudían también a las reuniones, por lo que teníamos oportunidad de aprender de ellas algunas canciones del tipo llamado upopo; esas eran ocasiones muy divertidas para mí.
Cuando estaba en segundo curso de la escuela primaria vi un baile ainu en un evento. Se trataba del llamado kurimuse (baile del arco), ejecutado por miembros de la compañía de teatro Warabiza. Recuerdo su pasión, y la emoción que transmitía aquel baile tan dinámico y vigoroso. En aquel momento pensé que quería aprender aquel baile como fuera.
Un año después, tuve la oportunidad de empezar a aprender odoriuta (bailes acompañados de canto), y tres años más tarde comencé por fin a aprender a bailar. Obtener información al respecto fue muy difícil, aunque en esta época sea difícil de imaginar.
El primer contacto con el idioma ainu
Mi madre y sus amigos habían asistido a varios cursos de idioma ainu en la Universidad de Waseda. Cuando me enseñaron las primeras palabras que habían aprendido me emocionó mucho poder conocer por fin “nuestro idioma”, que me sonaba tan diferente del japonés como si fuera un idioma extranjero, y me divirtió tratar de usarlas. Sin embargo mi madre y los demás estaban ocupados con sus trabajos, por lo que no pude aprender tanto como quería.
Creo que fue cuando estaba en sexto grado en la escuela primaria; el experto en idioma ainu Nakagawa Hiroshi (actualmente profesor de la Universidad de Chiba) comenzó a ofrecer sesiones de estudio de ainu para la Asociación Kantō Utari. Yo también asistía, pero como era una época en la que tenía la cabeza llena de manga y videojuegos, era un estudiante muy poco serio.
Sin embargo, fue divertido escuchar de boca del maestro diversos trabalenguas, canciones, kamuiyukara (mitos) y obras por el estilo, que recitaba una y otra vez. Pero en su mayor parte, cada una de las palabras poseía un sentido propio que yo no lograba comprender, por lo que me dedicaba a memorizar solo su sonido, en conjunto. No fue hasta después de entrar en la universidad que me di cuenta de lo que significaban.
Mi abuela tenía un nombre ainu
Cuando estaba en segundo año en la escuela secundaria, en Shizunai (hoy día la ciudad de Shin-Hidaka), Hokkaidō, participé con mi padre en reuniones organizadas por una asociación llamada Mesa Redonda de Minorías Étnicas, en las que pude escuchar hablar a personas mayores, familiarizadas con nuestra cultura e idioma. También venía mi abuela, avisada de los encuentros por mi madre.
En aquella época mi abuela vivía en Biratorichō. Mi madre me contó que, durante su infancia, recordaba que la abuela hablaba en ainu cuando se dirigía a otros adultos, pero jamás mencionaba nada ainu con la familia, ni en casa ni fuera. Antes de que naciera yo, mi madre le preguntaba a veces sobre nuestra historia, idioma y costumbres, pero mi abuela era persona de pocas palabras.
En una reunión en Shizunai, cuando narré un kamuiyukara frente a mi abuela, su actitud cambió por completo y empezó a apoyarme para que aprendiera sobre los ainu.
Así que aproveché unos días de descanso de la escuela y fui a hablar con mi abuela. En esa ocasión me contó que tenía un nombre ainu y me habló de los nombres de mis bisabuelos. El nombre ainu de mi abuela es Tōnintemaha. Dicen que es un nombre típico para niños que beben mucha leche. Mi bisabuelo era Ashiketoku, y mi bisabuela Chikasufupa. La verdad es que no era de extrañar que mi abuela tuviera un nombre ainu, pero yo nunca me lo había planteado. Y cuando me enteré, sentí como si la idea misma de que yo era ainu se colara de golpe en mi pecho; me vi conectado con nuestra historia, y sentí una gran satisfacción.
El acento de Sajalín demuestra la diversidad cultural de los ainu
La interacción con mi abuela no resultaba tan conmovedora: hablar de los ainu le provocaba complejas emociones, muchas veces no se sentía cómoda con el tema, y terminaba por no contarme nada. Una de las cosas que me resultaban extrañas era que su forma de hablar ainu tenía a veces un sonido diferente al de Hokkaidō que yo aprendía normalmente.
Por ejemplo, cuando dijo en una ocasión: “Shīsan tunketa okayahachi! (¡antes vivía entre japoneses!) Por eso no sé hablar ainu”, la longitud de sus vocales, o la aspiración de ciertos sonidos eran diferentes. Cuando se lo comenté, ella me contestó que era de Sajalín, y por eso no hablaba como los de Hokkaidō. Aquella experiencia me hizo muy consciente de la existencia misma de Sajalín.
Hasta entonces había tenido la sensación de que hablar de ainu equivalía casi a hablar de Hokkaidō, pero antes de la era moderna los ainu vivían en la parte sur de Sajalín, las Islas Kuriles, Hokkaidō y el norte de Tōhoku. Si bien en general comparten un idioma y una cultura comunes, también hay regiones que muestran una cierta idiosincrasia. Me fui haciendo consciente de esto a través de mis conversaciones con mi abuela.
Desde entonces, Sajalín siempre estaba en mi mente. Quería conocer la vida y el idioma de mis antepasados, aunque quizá difirieran bastante de los de Hokkaidō. Eso me llevó a considerar la diversidad del idioma y la cultura ainu.
El daño que causa la indiferencia no maliciosa
Como resultado, aunque desde mi época en la escuela secundaria mi interés por la cultura ainu había ido creciendo, cada vez hablaba menos de ello con quienes me rodeaban. Los maestros y compañeros de clase ignoraban la existencia de los ainu o eran indiferentes a ella, y cuando veían que yo sí los conocía y me interesaban, me miraban con curiosidad o respondían con escasa sinceridad. Existe una palabra utilizada en los estudios sobre el racismo: “microagresión”. Consiste en ignorar, despreciar y difamar, de forma casi inconsciente, a través de la comunicación diaria más trivial. Se trata de actos pequeños e inocuos, por lo que es difícil identificarlos como un problema, pero aquellos que los reciben sufren un gran daño. Me he preguntado a menudo cómo describir mi experiencia durante esos años, pero en retrospectiva la palabra “microagresión” me parece la más adecuada. Incluye la negación y la indiferencia hacia el idioma y la cultura y hacia mis antepasados, creadores de esa cultura.
Tras el instituto asistí a clases nocturnas en una universidad de Sapporo para estudiar religión e idioma ainu. Solo hay dos clases que se pueden elegir como parte del currículo regular de la universidad. También asistí a sesiones privadas de estudio. Cuanto más aprendía, más me daba cuenta de que la información difundida por el mundo se refería siempre a Hokkaidō; me percaté de que tendría que investigar por mi cuenta sobre Sajalín.
Al entrar en la escuela de posgrado seguí reuniendo material sobre la religión de los ainu de Sajalín, y sentí aún más claramente que la cultura de los ainu de Hokkaidō tampoco era nada homogénea, sino que poseía una rica diversidad. Supe también que algunos ainu con raíces en Hokkaidō tenían dificultades para identificar a sus antepasados, como me había pasado a mí. Por suerte, en 2005 el Museo Ainu me contrató y empecé a trabajar como curador. Yo había visitado este museo muchas veces como estudiante; en él había aprendido mucho. Así pues, yo mismo pude presentar el resultado de mis investigaciones a muchos utari.
Recientemente me llamaron la atención las palabras de una mujer utari que estudia cultura material. Me contó que no solo no había tenido la oportunidad de entrar en contacto con su propia cultura e historia durante su educación, sino que había sentido una atmósfera negativa hacia los ainu. Después de terminar la universidad, comenzó a estudiar cultura tradicional, se hizo investigadora y comenzó a involucrarse en tareas de recuperación y comunicación. Según ella, conocer su propia cultura y comunicársela a otros también es una forma de recuperarse a sí misma. Sus palabras me dejaron claro qué significa la recuperación cultural.
Upopoi, un lugar de recuperación para ainu y japoneses
Los mitos, la religión, la artesanía y la música de los ainu poseen grandes atractivos. Se suele decir que los ainu coexisten en armonía con la naturaleza, pero el hecho de que haya muchas historias tradicionales que advierten sobre la sobrepesca, el monopolio o el desperdicio de alimentos significa que en el pasado también hubo en la sociedad ainu personas orientadas a la riqueza material. Quizá experimentaran un agotamiento de los recursos y decidieran enseñar a las siguientes generaciones el valor de lo suficiente a través de la literatura y la religión. Es una alegría para mí poder conocer las enseñanzas de mis ancestros y pensar sobre ellas.
Siento que así no solo se satisface mi curiosidad intelectual, sino que también logro mi propia recuperación. Algunos dicen que conociendo la cultura tradicional uno puede construir su identidad, pero yo mismo no me convertí en ainu al aprender el idioma ainu. Yo ya era ainu antes de saber nada. Lo que me sucedió más bien fue que el hecho de conocer nuestro idioma, nuestra cultura y nuestra historia me proporcionó una perspectiva única sobre los antepasados que las habían creado. No es que yo quiera pintar a los ainu más hermosos de lo que son. Más bien debemos comprender que las críticas negativas hacia los ainu son simplemente infundadas e injustas. Estoy convencido de ello, y poder comunicarlo a otros es para mí una verdadera recuperación.
En abril de 2020 se abrirá el parque de simbiosis étnica Upopoi, que incluye el Museo Nacional Ainu. Espero que este sea un lugar para la recuperación de muchos utari. Además, la mayoría social, que muchas veces se ve impulsada por la vanidad y la intolerancia hacia los demás, también necesita su propia recuperación. El contacto con el trabajo del recuperación de la cultura ainu nos puede ayudar a reflexionar sobre nuestros propios pensamientos, diferentes a los valores unificados del resto del mundo, como si fuera un espejo. El respeto a la diversidad debería llevarnos a apreciar aquellos valores que son diferentes de los nuestros.
(Artículo traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: un inau, objeto de madera para rituales ainu; es el tema de investigación del autor; el de la fotografía lo ha elaborado él mismo.)