Tras los pasos de los “cristianos escondidos” en la novela 'Silencio' de Endō Shusaku
Shimabara, los Infiernos de Unzen y la gran estatua de María Kannon
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Giro en la política frente al cristianismo
En la novela Chinmoku (Silencio) resultan muy impactantes las escenas que describen las torturas a que eran sometidos los cristianos. Aparecen en el libro tres formas: nettōzuke o inmersión en agua hirviente, para lo que se utilizaban las fuentes termales de Unzen, conocidas como el Infiernos de Unzen; suitaku o crucifixión en aguas marinas superficiales con ahogamiento a la llegada de la pleamar, y anatsuri o colgamiento de los pies en agujero.
¿Pero por qué se recurrió a estas torturas para hacer apostatar de su fe a pobres campesinos que de ninguna manera eran criminales? ¿Qué impelió a los responsables políticos de la época a dar el paso de proscribir una religión?
El cristianismo se transmitió a Japón con la llegada de Francisco de Javier a Satsuma (actual Kagoshima) en 1549. Oda Nobunaga, que en años posteriores llegó a ser el hombre más poderoso de Japón, amparó al cristianismo fomentando la construcción de iglesias, entonces llamadas nanbanji (“templos de los bárbaros del sur”) y seminarios en lugares como Kioto o Azuchi. Ofreciendo esta protección, Nobunaga pretendía contener el poderío de los grandes monasterios budistas. Al mismo tiempo, quería asegurarse el suministro de arcabuces, pólvora, seda y otros muchos artículos con los que comerciaban los “bárbaros”, y tener también acceso a nuevos conocimientos en campos como la astronomía.
El cristianismo se extendió por todo Japón, llegando por el norte hasta Matsumae, en la isla de Hokkaidō, pero fue Nagasaki donde alcanzó una mayor penetración. El señor de la tierra, Ōmura Sumitada, fue el primer daimio que se bautizó, abrió el puerto de Nagasaki al comercio nanban e impulsó la construcción de más de 10 iglesias, un hospital y otras muchas instalaciones, que convirtieron a Nagasaki en la “pequeña Roma de Japón”.
Toyotomi Hideyoshi, que tras la muerte de Nobunaga se convirtió en el nuevo hombre fuerte de Japón, se mostró al principio muy receptivo hacia el cristianismo, permitiendo incluso la construcción de una iglesia a las faldas de su castillo de Osaka. Pero en 1586 ocurrió un suceso que le hizo dar un giro de 180 grados a su política. El galeón San Felipe, un barco español que partiendo de Filipinas se dirigía a México, fue arrastrado por tifón y naufragó en el señorío de Tosa (actual prefectura de Kōchi), en la isla de Shikoku. Interrogado por las autoridades, uno de los tripulantes explicó que España era una gran potencia mundial que enviaba a los misioneros para que convirtieran a los nativos de otros países y después ocupaba estos. Indignado, Hideyoshi emitió un edicto de expulsión de los bateren o sacerdotes católicos. En 1597, un total de 26 personas entre misioneros y fieles recibieron martirio colectivo en la cruz en Nagasaki.
Ieyasu, fundador del shogunato de Edo, secundó la política de Hideyoshi emitiendo un nuevo edicto de expulsión. La insurrección de Shimabara y Amakusa, una revuelta de cristianos campesinos liderada en 1637 por Amakusa Shirō, fue la causa de que Iemitsu, tercer shōgun de Edo, reforzara su política anticristiana y de aislamiento nacional. La novela Chinmoku se ambienta precisamente en esa época.
La tortura ideada por un renegado del cristianismo
Las torturas infligidas a misioneros y creyentes llegaban al final de un proceso. Primero, se les ordenaba que pisasen pinturas o relieves de Cristo o de la virgen María. Quienes obedecían, eran registrados como creyentes en un templo budista y liberados sin cargos.
Las fuentes termales conocidas como los Infiernos de Unzen fueron escenario del martirio de muchos cristianos entre 1627 y 1632. Los primeros procesos los llevó a cabo el señor feudal de Shimabara, Matsukura Shigemasa, pero desde 1629 el encargado fue Takenaka Shigeyoshi, bugyō o representante del bakufu (Gobierno sogunal) en Nagasaki.
Arrastrados a las orillas de hirvientes estanques, los creyentes eran instados por última vez a renegar de su fe. Quienes se negaban eran desnudados y atados de pies y manos, tras lo cual se les escaldaba vertiéndoles el agua con grandes cazos.
Tras la rebelión de Shimabara, tomó el relevo de Takenaka en la represión del cristianismo Inoue Masashige. Con un nuevo método, consiguió que abjurasen del cristianismo muchos de los que habían sobrevivido a las torturas de su antecesor.
Se trataba del anatsuri, en el que el desgraciado era atado y colgado de los pies sobre un agujero lleno de excrementos. La dureza del tormento se incrementaba hasta causar sufrimientos indescriptibles conforme la sangre iba acumulándose en el cerebro.
Otra tortura utilizada fue el suitaku o crucifixión sobre las aguas del mar. Con la pleamar, el nivel de las aguas amenazaba con ahogar a la víctima, que solía sobrevivir varios días de tormento hasta que las fuerzas físicas y espirituales lo abandonaban.
En su libro Kirishitan no sato (“Las aldeas de los cristianos”), Endō compara el carácter taimado de Inoue al de una serpiente y explica que adoptó nuevos métodos de tortura porque había comprobado que los anteriores, de efecto fulminante, conducían a misioneros y creyentes al martirio con demasiada rapidez, elevándolos a la categoría de héroes incluso ante los funcionarios encargados del proceso, que quedaban impresionados. El colgamiento de los pies en agujero, por el contrario, era una tortura que podía aplicarse durante un largo tiempo y alteraba poco a poco la conciencia de las víctimas, que se retorcían de dolor como gusanos en el agujero, sin mostrar la heroica belleza del martirio. Inoue era, por tanto, un competente funcionario que sabía medir el efecto que obraban sus métodos sobre la psicología de los creyentes.
Él mismo había abrazado la fe cristiana en el pasado y se había bautizado, por lo que conocía muy bien la psicología de los creyentes y contaba con un buen respaldo teórico para justificar su metodología.
Un paseo por los Infiernos de Unzen
Para llegar a los Infiernos de Unzen, tomé en Nagasaki el tren de la línea Nagasaki-Honsen hasta Isahaya y de allí un autobús que pasaba por Obama Onsen. Los prisioneros tomados en Nagasaki eran embarcados en el puerto de Mogi. La embarcación cruzaba la bahía de Tachibana y atracaba en el puerto de Obama, en la costa oeste de la península de Shimabara. El trayecto hasta los Infiernos de Unzen se hacía a pie. Hoy en día, viendo el ambiente de relax en el que los turistas disfrutan de las rutas de paseo, los baños de pies y el resto de las instalaciones de este balneario de aguas termales, nos es muy difícil imaginar la espantosa historia que esconde.
El paisaje cambia cuando el autobús deja atrás la terminal del Balneario de Obama y tuerce a la izquierda, penetrando entre los montes. Conforme avanza por el camino en zig-zag, el mar que se veía a lo lejos va quedando oculto tras los bosques. Me llamó la atención que una de las paradas se llamase Mimitori (“Toma de orejas”) y lo investigué. Como suponía, también detrás de este nombre hay una triste historia, pues se dice que las orejas son las de los 26 cristianos que fueron tomados prisioneros en Kioto y enviados a Nagasaki para su crucifixión. Se las cortaron en el puente de Ichijō-Modoribashi, en la antigua capital, tal vez para hacerlos identificables en caso de fuga, y se cree que algún aldeano de esta zona las recogió como reliquias y les dio aquí sepultura.
Al oír hablar del lugar donde se daba martirio a los cristianos, uno imagina parajes apartados de las zonas pobladas. Pero el acceso a los Infiernos de Unzen se hace, en realidad, desde la calle principal, ocupada por los grandes hoteles turísticos. Entre la gente se ven muchos turistas extranjeros, algunos que viajan en familia, otros mochileros.
Este balneario de montaña tiene más de 1.300 años de historia. En la era Meiji (1868-1912) se dispusieron baños individuales para los extranjeros, que no se acostumbraban a los baños tradiciones japoneses para los dos sexos, y se construyeron también hoteles de estilo occidental. Así, esta zona se convirtió en un popular lugar de recreo veraniego para los occidentales residentes en la concesión internacional de Shanghái que llegaban a Nagasaki por vía marítima.
Los Infiernos de Unzen se presentan como una amplia extensión de tierra blanquecina entre las fuentes nuevas de Unzen y las antiguas. Hay incontables fumarolas que expulsan vapor a 120º centígrados y exhalan un fuerte olor a azufre. Un espectáculo literalmente infernal.
La ruta de visita nos lleva por los más de 30 infiernos, algunos de los cuales tienen nombres de personajes, otros de alguno de los infiernos budistas. Todos tienen sus historias tristes y sus leyendas. En una elevación desde la que se divisa toda la zona, hay una cruz y una lápida con los nombres de los 33 cristianos, entre misioneros y creyentes, que fueron martirizados aquí. A veces puede verse que algún extranjero se acerca a la lápida y reza una oración.
La misericordia de María está por encima de todo
Llevado por un desmedido sentimiento de lealtad hacia el shōgun Iemitsu, el señor feudal de Shimabara continuó aplicando estas crueles torturas a los campesinos que no podían pagar sus tributos anuales y a los cristianos. No pudiendo soportar un régimen tan inhumano, estos se levantaron bajo el liderazgo de un carismático joven cristiano de 16 años a quien sus paisanos tomaban por enviado del cielo: Masuda Shirō, más conocido por el sobrenombre de Amakusa Shirō. Los alzados se hicieron fuerte en el castillo de Hara, ya en ruinas, y plantaron resistencia a las tropas enviadas por el bakufu. Comenzó así la rebelión de Shimabara, la mayor en toda la historia de Japón.
En las proximidades, hay una colina desde la que se obtienen buenas vistas del castillo. Allí, en enero de 2023, se inauguró una sala que alberga una estatua de 10 metros de altura de la virgen María, obra a la que su autor, Oyamatsu Eiji, dedicó 40 de sus 89 años de vida. Tras mi visita a los Infiernos de Unzen, tomé un autobús de línea en dirección a las ruinas del castillo de Hara. Junto a la parada homónima, esperaba un taxi. Le pedí a su conductor que me acercase a la estatua de María. “Ah, la que está junto al Parque de Seibō, ¿verdad?”, me respondió con familiaridad. El nombre le viene del internacionalmente conocido escultor Kitamura Seibō, conocido sobre todo por ser el autor de la Estatua de la Paz de Nagasaki. Kitamura era oriundo de esta ciudad de Minamishimabara.
En un altozano situado a unos 500 metros del parque se alza el edificio con aspecto de iglesia que alberga la estatua, una talla de madera. Sus 10 metros impresionan. Debido a las pequeñas dimensiones del edificio, la talla está pensada para ser contemplada desde cerca y por eso los semblantes de María y del niño Jesús que lleva en brazos están ligeramente inclinados. La expresión de María, con los ojos entornados, recuerda vivamente, por su ternura, a la del bodhisattva de la misericordia Kannon. ¿Con qué sentimiento la habría tallado su autor?
El taller de Oyamatsu no se encuentra en esta región, sino en la ciudad de Fujisawa (prefectura de Kanagawa), a 1.200 kilómetros al este de aquí. Ocupa un rincón de la zona verde de Misonodai, de 83.000 metros cuadrados de extensión, en la que se agrupan un convento de monjas, una escuela femenina, un hogar infantil y otro de la tercera edad, entre otras instituciones.
En ese taller, que en tiempos fue un simple almacén agrícola del convento, Oyamatsu nos contó cómo ha vivido estos 40 años, en los que no han faltado momentos duros. Nacido en 1934 en una familia de labradores de la isla de Sado, en la prefectura de Niigata, tras graduarse en una escuela técnica agrícola entró como aprendiz en el taller de fundición del famoso artesano Sasaki Shōdō, su paisano, que recibió el título de Tesoro Nacional Viviente, máximo reconocimiento de las artes japonesas. Luego estudió escultura en antigua Escuela de Arte de Musashino (actual Universidad de Arte de Musashino). En 2011 recibió el Premio del Primer Ministro de Japón, el galardón más alto que se concede en la gran exposición anual Nitten. Cuando, pasados ya los 40 y alcanzada su madurez artística, se propuso encontrar un proyecto que le llenase para el resto de su vida, vino a su mente el paisaje de las ruinas del castillo de Hara. La rebelión de Shimabara fue aplastada por un contingente de 120.000 soldados enviados por el bakufu, que exterminaron a los 37.000 sublevados y arrasaron el castillo. Al visitar el lugar, a Oyamatsu le dolió saber que no había lápidas ni instalaciones que recordasen todas aquellas vidas perdidas. Para la Iglesia católica, solo aquellos que murieron sin oponer resistencia, como los 26 de Nagasaki, pueden ser considerados mártires.
Como buen cristiano, a Oyamatsu le resultaba incompresible que, habiendo entre las víctimas un gran número de mujeres, ancianos y niños que no pudieron oponer resistencia, no hubiera un solo lugar en que poder orar por el descanso de sus almas. Lleno de noble indignación, se resolvió a elevar una estatua a la virgen María encargándose él mismo de tallarla y costearla, para lo cual tomó como modelo las estatuillas budistas del bodhisattva Kannon en las que, en la época de la persecución, camuflaban los cristianos su devoción a María.
Posteriormente, durante las excavaciones que se llevaban a cabo en las ruinas del castillo, se halló una gran cantidad de huesos humanos. Oyamatsu acudió al lugar y logró que le confiaran un fragmento de los huesos encontrados. Su intención era introducir el fragmento en una cajetilla de fósforos y colocar esta en el pecho de su estatua de María, para seguir tallándola con el recuerdo de las víctimas en su mente. Aquella noche, en el hotel de Shimabara en el que se alojaba, Oyamatsu tuvo la persistente sensación de que el suelo temblaba bajo sus pies. En la convicción de que eran las almas de todas aquellas personas que habían muerto en el castillo de Hara que se manifestaban para pedirle que no las olvidase, se comprometió firmemente a cumplir su propósito.
Ahora bien, con tres hijos en pleno crecimiento que alimentar, a Oyamatsu le esperaban dificultades nada comunes. Pero, en medio de estas, siempre encontró fuerzas en las bendiciones que le había enviado el Papa.
En 1981, Oyamatsu le había entregado a Juan Pablo II, a través de la Nunciatura Apostólica en Japón, una miniatura de 30 centímetros de su talla, a modo de estudio, durante la visita a Nagasaki del pontífice. Adjuntó una carta en la que le comunicaba su intención de elevar una estatua de María en honor de todos los mártires anónimos de Japón. Su iniciativa obtuvo por respuesta un mensaje escrito por el propio Papa, que le envió sus bendiciones en otras dos ocasiones. Y su sucesor en la silla de Pedro, Benedicto XVI, volvió a enviárselas después.
Su idea de utilizar la palabra budista Kannon en el nombre de la imagen tuvo sus detractores entre las personas de su círculo. Pero Oyamatsu no cedió en este punto. “En la rebelión de Shimabara murieron también cerca de 4.000 soldados del bakufu. Yo quería incluirlos también a ellos en mi homenaje. La misericordia de la virgen María está por encima de credos y de cualquier discusión entre buenos y malos, amigos y enemigos”. Dichas estas palabras, Oyamatsu cogió el cincel y el martillo, y se dirigió a su todavía inconclusa obra para retomar su labor.
(Traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: Fumarolas elevándose en el Infierno de Seishichi a un costado de la carretera nacional 57, principal vía del balneario de Unzen. La leyenda dice que los vapores comenzaron a salir en el lugar donde fue torturado el cristiano Seishichi, del que toma su nombre. Fotografía: Amano Hisaki)
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