Tras los pasos de los “cristianos ocultos” en la novela 'Silencio' de Endō Shusaku
Tras los pasos de los “cristianos escondidos”: la costa de Sotome y un museo con bellas vistas
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Los lugares santos de los “cristianos escondidos” japoneses
Inicié mi recorrido en autobús en la parada que se encuentra frente a la estación de ferrocarril de Nagasaki, desde donde fui hasta Sakuranosato Terminal. De allí, tomé otro, el que sale con destino a Ōseto-Itanoura y me apeé en Michinoeki Bungakukan Iriguchi. En total, una hora y 20 minutos de incesante traqueteo. Ante mis ojos, el sol arrancaba destellos a la inmensa superficie del mar.
El Museo Literario Endō Shūsaku ocupa un altozano sobre el mar de Sumō.
Si nos guiamos por los ideogramas con los que se escribe, el topónimo Sotome debe de significar algo así como “mar exterior” o “mar abierta”. Esta zona costera, que hoy conforma el extremo noroccidental del término municipal de Nagasaki, hasta 2005 era un municipio independiente. Los cercanos poblados de Shitsu y Ono forman parte de los “Sitios de los cristianos escondidos en la región de Nagasaki” incluidos en la lista del Patrimonio Mundial. Y otro poblado próximo, el de Kurosaki, es el principal escenario en el que se ambienta la famosa novela de Endō Shūsaku Chinmoku (Silencio).
En 2023 se cumplió el centenario del nacimiento del escritor y el primer lustro desde la inclusión de estos lugares en la lista de la UNESCO. Para celebrarlo, se me ocurrió hacer un recorrido por los sitios que dan testimonio de la existencia de antiguas comunidades criptocristianas, partiendo desde el museo literario, donde quería informarme sobre Chinmoku.
En una cama de hospital
Endō Shūsaku nació el 27 de marzo de 1923 en el barrio de Sugamo de la entonces ciudad de Tokio (actual municipio de Toshima-ku). Pasó su infancia en la ciudad de Dalian (Dairen, en japonés), a la sazón parte del estado de Manchuria o Manchukuo. Luego vivió en Kōbe, donde fue bautizado a los 11 años junto a su hermano mayor, recibiendo el nombre de Paul o Paulo.
Tras estudiar literatura francesa en la Universidad de Keiō, fue el primer estudiante japonés en ser aceptado en un posgrado de la Universidad de Lyon tras la Segunda Guerra Mundial. Ya de vuelta en Japón, debutó con la colección de ensayos Furansu no daigakusei (“Los universitarios de Francia”) y en 1955 ganó el Premio Akutagawa con Shiroi hito (“El hombre blanco”).
En muy poco tiempo, Endō logró hacerse un nombre en los círculos literarios japoneses y se casó con Junko, que había estudiado en la misma universidad. Tanto en su vida pública como en la privada, todo parecía ir viento en popa. Pero cuando tenía 38 años volvió a manifestársele la tuberculosis que había sufrido durante sus años en Francia y tuvo que someterse a tres operaciones quirúrgicas en los pulmones y dos años de hospitalización.
Según nos cuenta el propio autor en su ensayo autobiográfico Chinmoku no koe (“Las voces del silencio”), su larga permanencia en una cama hospitalaria le dio sobradas oportunidades para reflexionar. A él lo habían bautizado siendo muy joven. Pensó en su caso y en los de tantos japoneses que, como él, habían abrazado una fe llegada de Occidente, o descendían de quienes así lo hicieron. Y quiso también penetrar en la psicología de aquellos cristianos del periodo Sengoku (“de los países en guerra”, 1467-1568), para lo que consiguió muchos libros que leyó con voracidad. Pero la idea de escribir una novela sobre el tema todavía no había arraigado en su mente. Acababa de recuperarse de su enfermedad y lo que quería en aquel momento era, simplemente, “salir a un lugar luminoso”. Y visitó Nagasaki, pensando simplemente en hacer turismo.
El encuentro con una antigua imagen religiosa
Un atardecer de principios de verano, Endō visitó la iglesia de Ōura, en Nagasaki, cuyos alrededores estaban plagados de turistas. Rodeando el edificio, tomó un camino colina arriba. Pronto llegó a un edificio de madera, pero de estilo occidental, con aspecto de archivo o centro de documentación. El letrero decía Jūrokubankan (“Edificio Nº 16”). Entró sin otra intención que la de matar el tiempo, pero en su interior le esperaba un encuentro providencial.
Se trataba de un viejo relieve en bronce enmarcado en madera, de los llamados fumie o “imágenes para pisar”. Representaba una Dolorosa sosteniendo el cadáver de Jesucristo descendido de la cruz, es decir, una Piedad. La desgastada madera del marco indicaba que la imagen había sido utilizada en el humillante ritual por el que las autoridades de la época hacían pasar a los sospechosos de haberse convertido al cristianismo.
Aquella imagen, que no le había llamado particularmente la atención cuando la vio en Nagasaki, comenzó a obsesionarle a su llegada a Tokio. Aquellas huellas negruzcas dejadas en el marco de madera se le aparecían de súbito cuando caminaba, durante el trabajo… Tan negras huellas no podían haber sido dejadas por una sola persona, sino por un gran número de ellas. ¿Pero de qué personas se trataba? La pregunta se la puede formular cualquiera y se la formula también Endō en el referido libro autobiográfico. ¿Cómo se sentirían ellos al tener que pisar la imagen de aquello en que tan profundamente creían? Como persona criada en los años de la Segunda Guerra Mundial, Endō conocía los casos de muchas personas que habían muerto en la contienda teniendo primero que renunciar a sus convicciones o a su ideología. Sabía de primera mano la facilidad con que podía hacerse que la gente abandonara su pensamiento mediante la violencia física. Por eso, el caso de aquellos cristianos obligados a pisar veneradas imágenes no le era ajeno. Muy al contrario, para él era un problema candente.
El martirio de los fuertes, la apostasía de los débiles
Los fuertes, los que murieron defendiendo sus convicciones y su fe frente a todo tipo de persecución y tormentos, son llamados mártires. Endō guardaba para ellos todo su respeto y admiración, pero se sintió también atraído hacia la psicología de quienes, no pudiendo emular a los fuertes, acabaron sucumbiendo a las torturas a que les sometía el bakufu (Gobierno shogunal) y convirtiéndose en “traidores a la fe”, en apóstatas que posaban sus pies sobre las imágenes en madera o papel de Cristo y de María. Estas personas abrigaron probablemente sentimientos muy complejos hacia los primeros. Quizás se sintieran en deuda con ello, pero al mismo tiempo debieron de sentir envidia, celos y quién sabe si también odio.
Este interés era el punto de partida de Endō al abordar su novela, pero muy pronto se vio imposibilitado de seguir adelante. Y es que en ningún lugar, en ninguna iglesia se guardaba registro de las personas cuya falta de fortaleza llevó a abdicar de su fe, negándoles así la gloria del martirio. Podrán encontrarse registros sobre los fuertes que perseveraron hasta el final en su fe, pero la Iglesia de la época apenas menciona a quienes abjuraron, a las “manzanas podridas”.
Endō no se dio por vencido. Creía que su misión, la del novelista, era rescatar del silencio y devolver a la vida a aquellas personas de quienes la Iglesia no gustaba de hablar por ser renegados y que acabaron siendo borrados de la historia. Y, al mismo tiempo, quería también verter en la obra todo lo que él mismo sentía al respecto.
Conoció entonces al sacerdote católico y profesor de la Universidad Sofía (Tokio) Hubert Cieslik, considerado máxima autoridad en el cristianismo japonés de los siglos XVI y XVII. Una vez a la semana acudió a sus clases, durante las cuales tuvo noticia de cuatro de aquellas personas que habían abjurado de su religión, si bien los registros que quedaban sobre ellas eran muy exiguos. Luego regresó a Nagasaki, donde continuó sus investigaciones hasta que finalmente seleccionó a una única figura histórica: la del sacerdote Ferreira.
Cristóvão Ferreira fue un misionero jesuita portugués que tuvo una posición de liderazgo en las comunidades cristianas después de 1614, año en que las autoridades japonesas proscribieron la religión en todo el país. En 1633 fue apresado y se vio obligado a apostatar al no poder aguantar las torturas a que le sometió Inoue Masashige, gobernador de Chikugo y uno de los principales responsables de la represión del cristianismo, a las órdenes del bakufu. Posteriormente, Ferreira adoptó el nombre japonés de Sawano Chūan, trabajó como intérprete oficial del Gobierno shogunal y colaboró en los interrogatorios de otros sacerdotes y fieles cristianos apresados, a quienes aconsejaba renegar de su fe.
Hombres entre el martirio y la apostasía
Los rumores de que Ferreira había sucumbido a la tortura y apostatado llegaron muy pronto a Goa, Manila y otros puntos desde los que la Iglesia católica dirigía la cristianización de Asia. Pero entre los sacerdotes y los monjes, había muchos que negaban la veracidad de tales rumores. Para esclarecer de una vez por todas el asunto, fueron enviados a Japón varios jóvenes sacerdotes.
También ellos fueron apresados. Unos murieron como mártires; otros acabaron abjurando, como Ferreira. Endō abordó en su novela esta temática histórica, urdiendo un relato que se ambientaba en la época inmediatamente posterior al aplastamiento del levantamiento campesino ocurrido en las comarcas de Shimabara y Amakusa (la llamada rebelión de Shimabara). Rodrigo, un sacerdote portugués, entra furtivamente en Japón durante los años de la prohibición del cristianismo, con el objetivo de encontrar al padre Ferreira, en paradero desconocido. Desembarca en una aldea en la que contacta con una comunidad de kakure-kirishitan (“cristianos escondidos”), pero Kichijirō, un creyente cobarde, lo denuncia y Rodrigo es apresado y obligado a elegir entre martirio y apostasía.
La reacción inicial de la iglesia católica
La novela fue publicada en 1966 por la editorial Shinchōsha y traducida al inglés en 1969. Hasta el momento ha sido vertida a 13 lenguas y publicada en más de 25 países. El británico Graham Greene, uno de los escritores más destacados del mundo, llegó a decir que Endō era el escritor católico más importante del siglo XX. Chinmoku es, sin duda, una de las obras literarias japonesas más valoradas de la época posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Pero la aprobación no fue unánime. Al principio, la obra encontró una fuerte oposición de parte de la Iglesia católica romana. Que un sacerdote pisara una imagen sagrada resultaba muy escandaloso y en Nagasaki, donde existe una importante comunidad católica, Chinmoku recibió un trato similar al de un libro prohibido.
En la sala que aloja la exposición permanente del Museo Literario Endō Shūsaku podemos leer los mensajes llegados con motivo del centenario del nacimiento del escritor, de parte de personalidades de diversos campos que mantuvieron con él alguna relación. Entre ellos encontramos el del famoso director de cine norteamericano Martin Scorsese.
Nacido en una familia de origen siciliano, de joven consideró hacerse sacerdote. La lectura de Chinmoku le impresionó, pues también para él la fe era un tema fundamental. Ya desde la segunda mitad de los años 80, Scorsese ardía en deseos de llevar al cine la novela. Le costó 28 años encontrar la forma de transmitir el mensaje de Endō de la mejor manera posible. La película fue estrenada por fin en 2017.
Puestas de sol que invitan a la meditación
Para cuando quise darme cuenta, el museo estaba próximo a cerrar. Pero había un rincón que no quería dejar de ver, el Shisaku Kūkan Enchanté (“Espacio de reflexión Enchanté”), adjunto al pabellón de exposiciones. Desde sus amplios ventanales se obtienen vistas magníficas del área de Sotome.
En el museo, inaugurado en mayo de 2000, es decir, cuatro años después de la muerte de Endō, se conservan muchos objetos legados por el escritor, algunos por los que sintió especial predilección, hojas manuscritas, sus libros, etcétera, que nos dan una buena idea de su trayectoria vital.
Cautivado por la historia y la cultura de Sotome, Endō visitó esta área incontables veces después de escribir Chinmoku. “Es un lugar que Dios me reservó”, solía decir.
Especialmente de su agrado eran las puestas de sol sobre el mar de Sumō, esas mismas vistas de las que cualquier visitante del Shisaku Kūkan Enchanté puede gozar a sus anchas sentado en un sofá.
Tuve la suerte de que el cielo estaba despejado, sin una sola nube. El momento del ocaso iba acercándose.
Mientras contemplaba el sol que teñía de oro el horizonte, pensé que la belleza de aquel crepúsculo vespertino era la misma ahora y hace 400 años. ¿En qué pensarían, qué pedirían en sus oraciones diarias, al ver ponerse este sol, Ferreira, Rodrigo y el resto de los cristianos de Sotome?
Fotografía del encabezado: puesta de sol desde el altozano en el que se alza el Museo Literario Endō Shūsaku. (Fotografía: Amano Hisaki)
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