La antigua Iglesia de la Unificación y Japón
Los hijos de la antigua Iglesia de la Unificación: una herida que no sana
Sociedad Familia- English
- 日本語
- 简体字
- 繁體字
- Français
- Español
- العربية
- Русский
Cuando pertenecía a la organización religiosa, A. se levantaba todas las mañanas a las 5:00, se inclinaba ante un altar en el que podía verse una fotografía del fundador, pronunciaba la fórmula de juramento ante Dios que llaman katei meisei, cantaba los cánticos litúrgicos, rezaba y hacía la lectura de los textos. Todos los domingos iba a la iglesia. Recuerda que sus padres aseguraban que las críticas de que era objeto la organización eran obra de Satán, y de que la organización apoyaba siempre al Partido Liberal Democrático.
“Desde pequeña, tuve dificultades de integración y sufrí acoso”, explica A., “porque la vida que llevábamos por causa de los que considerábamos los verdaderos padres de la humanidad, aunque ahora me parezcan simples timadores, estaba muy apartada del sentido común de la sociedad. Había una gran diferencia entre cómo nos veíamos nosotros y cómo nos veían los demás, y esto me producía un gran conflicto mental y mucho sufrimiento. Ante los demás, vivía ocultando que mis padres y yo éramos fieles y era muy doloroso tener que vivir así. De mi época de estudiante no guardo ni un solo recuerdo bueno. Todavía me cuesta mucho esfuerzo abrirme a los demás y socializar”.
A. nació como parte de esa “bendita segunda generación” que ocupa un lugar tan especial dentro de la organización. Eran los hijos de aquellas parejas que habían sido unidas en ceremonias masivas por el entonces líder de la organización Moon Sun-myung y se entendía que, por esa razón, eran criaturas preciosas y libres de pecado. El padre de A. había entrado en la organización en sus años de universidad a través de la Genri Kenkyūkai o “Sociedad de Estudios de los Principios” y era un ferviente creyente. Su madre, que hizo una carrera universitaria de ciclo corto, gracias a su buen dominio del inglés logró colocarse en una famosa empresa, pero también fue captada por la organización.
Por mucho que, para la organización, A. fuera parte de esa adorada segunda generación, ella veía el asunto con cierta extrañeza desde sus años de primaria.
“En el jardín de infancia, todos los niños éramos de familias de la iglesia, pero luego pasé a la escuela primaria pública del barrio. Cuando los profesores me preguntaban por la ocupación de mis padres, trataba de escurrirme. Ya para esa edad me daba reparo tener que aludir a una religión o a la Iglesia de la Unificación. Hasta que terminé el bachillerato, no dije ni una vez que éramos fieles de esa iglesia”.
Pese a esa “extrañeza”, A. se comportó como un miembro más de la iglesia durante todo el ciclo de primaria (6-12 años). Una vez al año, sus padres la llevaban a una casa de ejercicios de Corea del Sur, país en el que la Iglesia de la Unificación tenía su “Santa Sede”. Allí tenían el privilegio de encontrarse con los líderes del grupo: Moon Sun-myung y su esposa Han Hak-ja, sus otros “padres”.
“Cuando estaba en la secundaria (12-15 años) les dije que no me impusiesen sus creencias, me rebelé y dejé de ir a la iglesia. Al parecer, mis padres pensaban que tarde o temprano volvería a la fe, así que prefirieron no contrariarme demasiado. Pero siguieron diciéndome cosas como que Japón tenía que reparar el daño que había causado a los coreanos y prohibiéndome tener relaciones con chicos”.
Entre las prohibiciones que pesan sobre los creyentes, las más conocidas son las que hacen referencia al consumo de alcohol y tabaco, y la de mantener relaciones con el otro sexo. A ella la metieron en un instituto de bachillerato femenino para evitar ese riesgo.
Una “bendición” no deseada
Sus padres eran miembros muy activos de la iglesia y para ellos esa era la prioridad, por encima incluso de la familia.
“Siendo yo todavía muy pequeña, mi madre se iba al extranjero a misionar y a veces no volvía a casa en medio año. Cuando estaba en la primaria, a veces me llevaba con ella al país donde estuviera la misión. Mi padre trabajaba para la iglesia de la mañana a la noche, porque era uno de los responsables de nuestra zona. Nunca pude tener la relación que se entabla entre padres e hijos en una familia normal”.
Sus abuelos maternos estaban en una situación económica desahogada y nunca les negaban su apoyo. Pero ellos vivían con gran frugalidad. Todo el dinero lo donaban a la iglesia.
“De pequeña la ropa que llevaba era siempre ‘heredada’, nunca me compraban ropa nueva. De la paga de Año Nuevo, una décima parte la donaba yo también y el resto trataba de ahorrarlo todo. Cuando me enteré de que todo lo que yo iba ahorrando se lo quedaban mis padres para ellos o para donarlo, me puse muy triste”.
En la adolescencia empezó a preocuparle de verdad la perspectiva de ser “bendecida” (casarse con otro miembro de la iglesia) y tener que dar a luz una “tercera generación”. La mortificaba pensar que toda su vida estaba controlada por otros ya desde su nacimiento. Y sabía que, para sus padres, esa “bendición” era lo más importante.
Aunque había dejado de ir a la iglesia a partir de la secundaria, tal vez por el shock que le produjo no poder aprobar los exámenes para ingresar en la universidad que había elegido, tras graduarse del bachillerato estuvo 40 días en Corea del Sur, participando en un programa de ejercicios.
“Todos los que estaban allí eran fervientes creyentes, pero a mí, después de haber oído las vulgaridades que decían los Moon, se me había enfriado ya cualquier resto de entusiasmo. Aun así, me dejé vencer por la presión y por un momento me convencí a mí misma de que yo también quería ser bendecida con un matrimonio en la iglesia, algo frente a lo que me había rebelado hasta ese momento”.
Después de los ejercicios en Corea del Sur, participó en otros en Japón. Pero volvió a sentir que había algo que no encajaba en su forma de pensar. No podía aceptar esa falta de libertad, saber que no podía decidir por sí misma qué vida quería llevar.
“Yo quería vivir mi propia vida”.
Hacer la maleta y dejar el hogar familiar a los 19
Y, a los 19 años, A. se fue de casa. Ya había revelado a su tía, discretamente, que quería hacerlo, así que su huida fue, de alguna forma, un drama anunciado.
“Aproveché un momento en que mis padres estaban en la iglesia, metí mis cosas en una maleta y me fui a la casa de mis tíos, que vivían en otra prefectura. Pero mis padres vinieron a por mí y cuando mi tío trató de protegerme les increparon diciéndole que se suicidara haciendo seppuku (harakiri), que tenían que reeducarme porque estaba poseída por Satán, y que querían llevarme con ellos. Yo me sentí en peligro, me di a la fuga y así estuve viviendo algún tiempo. Pero mis padres me perseguían, hasta el punto de que una vez tuve que librarme de ellos subiéndome a un coche de la policía”.
Viendo la insistencia con que los padres de A. la perseguían, su tía contactó con un abogado experto en los problemas causados por la Iglesia de la Unificación. Gracias a los tíos y al abogado, que le sirvieron de escudo protector, A. pudo cortar todos sus vínculos con sus padres, borrándose del libro familiar en el registro civil, y poco a poco estos fueron resignándose a no poder llevársela de vuelta.
“Tuve la inmensa suerte de recibir apoyo de mucha gente. No sé cómo agradecérselo. Habrá muchas personas de la segunda generación de creyentes que, como yo, quieran huir, pero no es nada fácil hacerlo. Quizás, a muchos ni se les pase por la cabeza pedir ayuda a alguien. Así de fuerte es el hechizo bajo el que los ponen sus padres y la organización”.
Aunque para los padres de A., el abogado que la apoyaba era también satánico, la madre aprovechó su mediación para enviar unas 10 cartas a su hija. Pero en ningún momento, hasta el final, le dijo que quería que volviese con ellos, aunque ya no fuera creyente.
El asesinato de Abe, ocasión para conocer la verdadera naturaleza de la organización
¿Qué pensará A. del asesinato del ex primer ministro Abe Shinzō, o de su asesino, que cometió el crimen porque su madre había hecho a la organización religiosa donaciones tan cuantiosas que habían llevado a la ruina a toda su familia?
“La iglesia [de la Unificación] fue la razón de que ocurriera el asesinato, así que lo siento muchísimo por Abe. Pero también entiendo perfectamente hasta qué punto Yamagami actuó impelido por todo lo que le había pasado, así que tampoco creo que pueda echársele toda la culpa”.
También le impresionaron las informaciones sobre la antigua Iglesia de la Unificación que difundieron los medios tras el asesinato. “Recibí un shock al enterarme de lo mal que había actuado la organización”.
“Aunque odiaba cómo eran las cosas en mi hogar familiar, no pensaba que la organización en sí misma fuese tan mala. Pero ahora ya veo que hacía cosas realmente terribles, como forzar a sus miembros a hacer todas esas donaciones. Pensando en eso, recuerdo que, siendo niña, alguna vez oí que mi padre, hablando por teléfono desde casa, decía que como un familiar de uno de los miembros había fallecido y este había heredado, creía que podría conseguirse de él una donación de tal o cual cuantía. También recuerdo que una vez regañó fuertemente a otro miembro que no había podido convencer a alguien para que entrase en la organización”.
Enseñanzas y miedos que no se borran fácilmente
Al irse de su casa, A. renunció también a su pasado. Se resignó a romper con quienes habían sido sus amigos hasta el bachillerato y a no volver a ver a sus padres. Ahora tiene su propia vida, nuevas amistades, trabaja y se ha casado con un hombre que la comprende y la acepta tal como es, con el que ha tenido hijos. Pero las enseñanzas recibidas calaron muy hondo en ella, como lo hicieron también los miedos, y esas cosas no son fáciles de dejar atrás.
“Al principio tenía remordimientos incluso por tomarme una copa, y durante los cuatro o cinco primeros años después de irme de casa, fui incapaz de tirar la fotografía del fundador. Aunque nunca había sido una creyente demasiado ferviente, había asumido esa forma de pensar y no podía desprenderme de ella”.
Han pasado ya más de 10 años desde que A. rompió con la organización y con sus padres. Confiesa que el tema del “hechizo” es complicado.
“Me crie con la idea, inculcada por mis padres, de que un ‘error’ en mis relaciones con los hombres me mandaría al infierno. Sé que es algo difícil de entender para los demás, pero incluso ahora sigo presintiendo que, cuando muera, iré allí. Cuando me fui de casa, lo hice pensando que me daba igual aunque fuera eso lo que me esperaba. Y todavía estoy bajo ese hechizo”.
Tampoco ha podido librarse del miedo a que sus padres se la lleven otra vez con ellos. Y ahora que tiene hijos, todavía le asusta más que puedan ser ellos los que estén en peligro.
Para que sus padres no puedan enterarse de dónde vive, pidió que se bloquease el acceso a los datos de su inscripción en el padrón municipal y continúa manteniéndolo así. El trámite debe hacerlo cada año, y dice que ese día siente una especial tensión.
“A veces me deprimo pensando que tengo que seguir huyendo aunque, en realidad, no he hecho nada malo. Esa mal entendida forma de amor que me han prodigado mis padres me seguirá haciendo daño”.
Ahora A. critica duramente a la organización religiosa.
“Yo tuve que romper con mis padres. Pregonan la armonía familiar y en la práctica terminan rompiendo familias. ¿Qué es esto? Pero no es solo eso. ¿A cuántos niños han hecho daño? Es una organización claramente delictiva que viola los derechos de los niños y sus creyentes tienen que darse cuenta de esto ya”.
Reportaje y texto: Ogawa Masanori / Redacción de POWER NEWS.
(Traducido al español del original en japonés. Fotografía del encabezado: PIXTA.)