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El mensaje de Yamauchi Kimie, superviviente de la enfermedad de Hansen

Cine Sociedad

Quienes alguna vez sufrieron la enfermedad de Hansen se vieron por ello privados de su derecho a una vida normal, debido a un largo historial de políticas nacionales de aislamiento, los prejuicios y la discriminación. Sin embargo, algunos han logrado conectar con sus seres queridos, criar hijos y salir a la luz para compartir sus experiencias.

La enfermedad de Hansen es una enfermedad infecciosa que existe en todo el mundo desde la antigüedad. Anteriormente conocida como “lepra”, a partir de mediados del siglo XX se estableció su nombre académico en honor a Gerhard Armauer Hansen, el médico noruego que descubrió la Mycobacterium leprae, la bacteria responsable de la dolencia, en 1873.

Debido a la ignorancia y la incomprensión de las gentes se extendió la imagen de que se trataba de una enfermedad terrible, pero desde un principio la Mycobacterium leprae demostró una bacteria de poca efectividad, y el medicamento Promin, desarrollado para el tratamiento de la tuberculosis en la década de 1940, resultó efectivo también para la enfermedad de Hansen; una vez comprendido esto, se convirtió en una enfermedad fácilmente curable. En los sesenta progresó el desarrollo de fármacos terapéuticos, y en la década de 1980 se estableció un método completo de tratamiento para el que se utilizan tres tipos de fármacos en combinación.

No obstante, el aislamiento de los pacientes continuó hasta la abolición de la Ley de prevención de la lepra, en 1996. Los trece sanatorios nacionales dedicados a la enfermedad de Hansen en el país eran en la práctica campos de concentración destinados a ese aislamiento. Incluso hoy día hay pacientes que, tras haberse curado de la enfermedad de Hansen, sufren de trastornos residuales como parálisis nerviosa y problemas para flexionar las articulaciones, y continúan viviendo en esos sanatorios mientras reciben tratamiento médico.

Según cifras de mayo de 2019, hay cerca de 1.200 residentes en dichas instalaciones, con un promedio de edad de 85,9 años. En su mayoría eran niños durante la guerra o la posguerra, infectados durante épocas de mala nutrición e higiene, y no pudieron recibir tratamiento adecuado en aquel momento.

La vida en el sanatorio, tras ser expulsados de sus ciudades y perder sus nombres

Yamauchi Kimie, que reside en el Sanatorio Nacional Tama Zenshōen en Higashimurayama, Tokio, nació en 1934 en la prefectura de Shizuoka. Cuando rondaba los siete años, al comienzo de la Guerra del Pacífico, aparecieron sobre su piel manchas moteadas, un claro síntoma temprano de la enfermedad de Hansen, pero nadie conocía la dolencia y Yamauchi continuó con su vida sin darse cuenta del problema. Finalmente sus miembros comenzaron a retorcerse y fue perdiendo su sensibilidad; cuando consultó a un médico de la ciudad este le diagnosticó artritis reumatoide juvenil ​​y comenzó a tomar medicamentos, pero su condición no mejoró en absoluto.

En la película An, ambientada en Tama Zenshōen, Kimie fue la primera persona en quien la directora, Kawase Naomi, pensó para el papel de Yoshiko, la mejor amiga de Tokue, interpretada por Kiki Kirin. Al final fue Ichihara Etsuko quien le dio vida, pero durante el rodaje Kimie le enseñó cómo usar aquellas manos discapacitadas.
En la película An, ambientada en Tama Zenshōen, Kimie fue la primera persona en quien la directora, Kawase Naomi, pensó para el papel de Yoshiko, la mejor amiga de Tokue, interpretada por Kiki Kirin. Al final fue Ichihara Etsuko quien le dio vida, pero durante el rodaje Kimie le enseñó cómo usar aquellas manos discapacitadas.

“Tras el final de la guerra todos mis compañeros de clase comenzaron a asistir a una nueva escuela secundaria, pero yo no podía ni siquiera sostener un lápiz o pasar las páginas de los libros de texto, así que dejé de estudiar y me hice ayudante de modista. Sin embargo cada día mi cuerpo iba perdiendo más capacidad, hasta que llegó el punto en que no pude continuar trabajando”.

Fue su cuñada quien la ayudó a sobrevivir. Mientras los vecinos murmuraban acerca de Kimie (“¿No será lepra?”), ella la llevó a ver a un médico especializado. Kimie tenía veintidós años, en ese momento. Sí que resultó ser la enfermedad de Hansen, pero probablemente debido a haber tomado medicamentos para el reumatismo durante tantos años su cuerpo estaba ya esterilizado.

Como hemos mencionado anteriormente, en esa época ya era posible tratar la enfermedad de Hansen. No obstante, Japón mantenía su política de aislamiento, y dado que no se trataba de corregir la ignorancia y los malentendidos por parte del público, los pacientes, aquellos ya curados y sus familias sufrían una terrible discriminación por parte de la sociedad. Kimie, que no era contagiosa ni estaba sujeta a ningún tipo de cuarentena, decidió ingresar por su cuenta en el sanatorio Tama Zenshōen: no quería que su familia sufriera molestias por haberse hecho público su historial médico. Por esa razón también se atrevió a elegir un lugar muy lejano desde su ciudad natal de Shizuoka.

Inmediatamente después de ingresar le dijeron que debía usar un seudónimo. En los sanatorios era algo muy común, para ocultar el hecho de que había personas con antecedentes de lepra en una familia.

“Escribí una carta a casa pero no recibí respuesta, y me pareció extraño. Hice como me habían aconsejado: puse un seudónimo en el remitente, y no escribí el nombre del sanatorio en la dirección. Mi familia pensó que se trataba de una carta equivocada de un desconocido, de modo que decidieron ir a devolverla a la oficina de correos y la guardaron sin abrirla. Un pariente vino a visitarme después de unas semanas, y cuando hablé con él por fin se resolvió el misterio”.

Sin embargo, el caso de Kimie no es una historia común; normalmente los pacientes no pueden mantener el contacto con su familia después de ingresar en el sanatorio. Al parecer la familia de Kimie no recibió malos tratos por parte del vecindario porque su cuñada habló con franqueza y resolución a sus vecinos.

“Mi cuñada vino a visitarme con un bebé a la espalda y otro niño de la mano. La gente le decía que no lo hiciera, que se iban a contagiar, pero ella pensó que si no se contagiaban sería una clara prueba de que las visitas no eran peligrosas, y se animó a traerlos. Mi cuñada era una persona realmente magnífica; yo me salvé gracias a ella. Entré aquí en enero, y para marzo ya pude volver a la casa de mi familia”.

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