Hanasaka Jīsan: El anciano que hizo brotar las flores
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Un cachorro abandonado
Hace mucho, mucho tiempo, un anciano honrado caminaba por la nieve un día de invierno cuando encontró un cachorro blanco abandonado en su camino. “Pobre criatura”, murmuró, y metió al perro bajo su manto para llevarlo a casa. Su mujer también se alegró de ver al cachorro. Decidieron llamarlo Shiro, y lo cuidaron como a su propio hijo.
Un día, mientras el anciano estaba labrando su campo, Shiro empezó a ladrar con más entusiasmo que de costumbre. El perro corrió en círculos, olfateando y hurgando el suelo. El anciano se secó el sudor de la frente y se acercó al entusiasta animal, que parecía instarle a cavar. Comenzó a golpear la tierra con su azada, y al poco tiempo chocó contra algo duro. Para su asombro, desenterró decenas de monedas de oro.
Sin embargo, el anciano tenía un vecino codicioso que se llenó de envidia ante la noticia de estas milagrosas riquezas. Insistió en pedirle prestado Shiro para que buscara el tesoro en su propio campo. El hombre arrastró el pobre perro durante horas. Cuando Shiro dejó de moverse por cansancio, el vecino creyó que era allí donde se podían encontrar las riquezas, y comenzó a cavar. Pero en lugar de oro, descubrió una masa retorcida de serpientes, ciempiés y estiércol de vaca. En un arrebato, golpeó a Shiro con su azada y lo mató.
Un árbol extraordinario
El honrado anciano y la mujer enterraron a Shiro en un rincón de su campo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego pusieron un plantón de pino en la tierra, en memoria de su compañero. Mientras permanecían en silencio, el tronco del plantón comenzó a engrosar frente a ellos y sus ramas crecieron en todas las direcciones mientras se elevaba hacia el cielo. En poco tiempo se había convertido en un árbol bien crecido.
La pareja se quedó muda durante unos instantes, asombrada. Entonces, el anciano habló: “Esto debe ser obra de Shiro. Haré un mortero de este árbol como recuerdo de nuestro perro”. Así, talló un gran mortero para hacer pasteles de arroz mochi. Sin embargo, en cuanto lo llenó de arroz glutinoso y comenzó a golpearlo con su mazo, descubrió que el arroz se transformaba en montones de monedas de oro.
El vecino se puso cada vez más celoso al oír esta noticia y exigió que le prestaran el mortero. Se lo llevó a su casa, donde se puso a hacer mochi, tal y como había hecho el honrado anciano. Sin embargo, un olor nauseabundo llenó la habitación y descubrió que el arroz se había convertido en carne y pescado podridos. El furioso vecino cortó el mortero en trozos y lo quemó hasta que no quedaron más que cenizas.
De las cenizas a las flores
Cuando el hombre honrado fue a recuperar su mortero, se sorprendió al ver que ahora solo había cenizas. Aun así, pensando que no podía hacer nada al respecto, recogió las cenizas en un cesto y se las llevó a casa. “Esto es todo lo que nos queda del árbol de Shiro”, le dijo a su mujer. Entonces, decidió esparcir las cenizas sobre la tumba del perro.
Mientras se dirigía a la tumba, una gran ráfaga de viento levantó las cenizas y las esparció en todas direcciones. Algunas cayeron en los ciruelos y cerezos del anciano, y dondequiera que cayeron, brotaron flores de las ramas desnudas e invernales. “Esto es obra de Shiro”, dijo, y comenzó a esparcir las cenizas alrededor del resto de los árboles. “¡Venid, flores! Os pido que florezcáis”, gritó.
En ese momento, el señor del dominio pasaba con su séquito de criados. “¡Qué maravilla!”, dijo, mientras admiraba los árboles brillantes con flores fuera de temporada. Apenas podía creer lo que contemplaban sus ojos cuando vio al anciano en el centro, que seguía haciendo brotar nuevas flores. “¡Es ese viejo!”, dijo, “El hanasaka jīsan. El hombre que hace brotar las flores. Procurad que sea bien recompensado”. Un criado se apresuró a obedecer la orden.
El vecino se puso aún más celoso ante este giro de los acontecimientos. Recogió todas las cenizas que pudo y las arrojó a sus árboles. “Vosotros podéis florecer si ellos pueden”, gritó. Pero las cenizas se quedaron en cenizas, y lo que es peor, el viento las levantó y las dejó caer sobre el señor y sus criados. El señor estaba tan enfadado que el vecino apenas escapó con vida.
(Texto de Richard Medhurst. Ilustraciones de Stuart Ayre.)