El cuento de Momotarō
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El melocotón y el bebé
Hace mucho, mucho tiempo, una pareja de ancianos vivía en la campiña japonesa. Todos los días, el hombre salía a recoger leña y su mujer iba al arroyo a lavar la ropa. Un día, ella estaba escurriendo la ropa en la orilla del arroyo como de costumbre, cuando un enorme melocotón se acercó balanceándose por el agua. “¡Qué maravilla!”, dijo, y, pensando en su marido, “Será una sabrosa sorpresa para él”.
Se agachó y sacó el melocotón de la corriente. Luego puso la pesada fruta en la cesta con la ropa. Tardó más de lo habitual, pero consiguió llevarla a casa. Esa tarde, cuando el hombre saludó desde fuera de su humilde morada, la mujer respondió: “Hoy he encontrado algo especial para comer”. Al oír la emoción en su voz, el hombre se quitó apresuradamente las sandalias de paja y entró.
El hombre y la mujer se quedaron observando el enorme melocotón. Asombrado por la historia de su mujer, el hombre levantó la fruta, como si quisiera comprobar su peso. En ese mismo momento, se partió en dos mitades revelando en su interior un bebé muy sano. “¡Buaaa! ¡Buaaa!”, gritó ante su repentina entrada en el mundo. La pareja de ancianos se alegró mucho de la inesperada incorporación a su familia y lo llamaron Momotarō en honor al melocotón (momo) del que procedía.
Saliendo a la aventura
Momotarō creció grande y fuerte. Era mucho más poderoso que los demás niños de la aldea, y ninguno en los alrededores podía igualarlo en el sumō. A pesar de ello, o quizás justo por eso, era amable con los demás y cuidaba con devoción a la pareja de ancianos. Sin embargo, quería poner su valor a prueba, así que cuando oyó hablar de la isla de Onigashima y de sus feroces ogros conocidos como los oni, decidió viajar hasta allí.
“Viven en una isla al otro lado del mar”, dijo a la pareja. “Hay un gran castillo negro lleno de preciosos tesoros que saquearon de diferentes tierras”. El anciano le deseó suerte en su búsqueda, mientras que la anciana le advirtió que seguro que tendría hambre, así que le prepararía unas bolitas de mijo para el viaje. Con estas provisiones guardadas, el niño partió en busca de la isla de Onigashima.
Momotarō estaba cruzando por una gran colina cuando un sonido de ladridos le llegó por detrás. Se giró para ver con sorpresa a un perro, que se inclinó como si fuera la cosa más natural del mundo y le preguntó: “Momotarō, ¿a dónde vas? Dame una bolita de mijo y te acompañaré”.
Le explicó al perro que iba a buscar a los oni y le dio una bolita de mijo. Los dos siguieron adelante, hasta que llegaron a un enorme bosque, donde un mono se acercó correteando y le dijo: “Momotarō, ¿a dónde vas? Dame una bolita de mijo y te acompañaré”.
Le explicó su aventura y le entregó una bolita de mijo. Los tres siguieron adelante, y cuando estaban cruzando una amplia llanura, se les apareció un faisán y le preguntó, “Momotarō, ¿a dónde vas? Dame una bolita de mijo y te acompañaré”. El niño dijo su destino y le dio al pájaro una bolita de mijo. Ahora tenía tres fieles vasallos.
El Castillo de los Oni
La isla de Onigashima estaba muy lejos al otro lado del mar, pero con el mono y el perro remando y dirigiendo, y el faisán volando por encima para guiar el camino, el equipo de Momotarō llegó a su destino en un abrir y cerrar de ojos. El castillo negro de los oni se alzaba frente a ellos, con su entrada bloqueada por un robusto portón. Por más que Momotarō martilleara con sus puños la gruesa madera, no había forma de atravesarla.
“Espera un momento”, dijo el faisán que voló por encima del muro y picoteó a los guardias del portón. El mono se encaramó para abrir y desbloquear el portón desde el otro lado, por lo que Momotarō pudo pasar a toda prisa con el perro ladrando a sus talones. Enfurecidos por la intrusión, los oni lo rodearon blandiendo sus pesados garrotes de hierro, pero no fueron rivales para el poder de Momotarō y el entusiasmo de sus tres vasallos animales.
Tras una breve escaramuza, el jefe de los oni gritó: “Nos rendimos. Coged nuestro tesoro y salid de aquí”. Momotarō, el perro, el mono y el faisán amontonaron las monedas, las joyas y otros objetos preciosos en su barca hasta que esta casi se hundió en el agua. Entonces abandonaron la isla y regresaron triunfantes por el mar.
(Adaptación de Richard Medhurst. Ilustraciones de Stuart Ayre.)