
Grandes figuras de la historia de Japón
Okamoto Tarō, una voz artística que no se apaga
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Transgresor y provocador
La torre del sol, obra más famosa de Okamoto Tarō, fue colocada en la zona central del sitio de la Expo ´70 de Osaka. Es una escultura nada común, de cerca de 70 metros de altura, que además de ser en sí misma un edificio dotado de espacio interior, con su aspecto de figura divina o máscara aportaba un toque mágico al sitio, concebido a modo de ciudad tecnológica y futurista.
Un aspecto del espacio central del sitio de la Expo ´70. Los visitantes se arremolinan en torno a La torre del sol, símbolo de la exposición. (Jiji Press)
Es una expresión artística que rechaza ser encasillada en una determinada categoría y cuyo interior, que aloja representaciones de la evolución de la vida desde sus lejanísimos inicios, ha sido reabierto al público tras realizarse algunas reparaciones. Además de ser una obra icónica, símbolo la época en la que se celebró la Expo ´70, está cargada de una gran diversidad de valores que siguen apelando a nuestra conciencia, lo que explica que no haya perdido popularidad.
El Gobierno prefectural de Osaka, bajo cuya custodia se encuentra la obra, aspira a que sea declarada bien cultural de importancia, para lo que ha hecho un estudio de valoración de conjunto cuyas conclusiones quedaron recogidas en un informe publicado en noviembre de 2024.
Pieza que forma la cara de la parte frontal de La torre del sol. En su centro puede verse al propio Okamoto Tarō dándole los últimos toques y ofreciéndonos una idea del tamaño de la estructura. (Jiji Press)
Otra de sus obras más famosas, El mito del mañana (1969), que fue hecha en México para ser colocada como mural en la recepción de un hotel, quedó en paradero desconocido cuando la empresa que administraba el hotel quebró. Localizada en 2003, preside desde 2008 las idas y venidas de la gente en uno de los espacios del edificio que aloja la estación ferroviaria de Shibuya, en el centro de Tokio. Con sus 5,5 metros de altura y 30 de longitud, es una presencia imponente que excede las dimensiones de la pintura convencional.
El mito del mañana, en una de las paredes del pasillo que comunica las estaciones de las compañías ferroviarias JR y Keiō (línea Inokashira) en Shibuya, Tokio. (Jiji Press)
Representa el atunero japonés que sufrió accidentalmente las radiaciones emitidas por la bomba de hidrógeno detonada en 1954 en las cercanías del atolón pacífico de Bikini. Puede verse también un esqueleto que simboliza una energía artificial invisible, de inmenso poder, que se abalanza sobre el pesquero. Es una obra enigmática pues, pese a la indudable seriedad del tema tratado, tiene una ligereza propia de un dibujo de manga, como si estuviera concebida desde una perspectiva que vuela etéreamente sobre la realidad.
Okamoto Tarō, que nunca se detuvo en un único espacio-tiempo, trató siempre de trascender, de ir más allá del aquí y del ahora, y fue un provocador que trató de incluirnos a todos en esa misma dinámica.
Después de la Expo ´70, Okamoto siguió apareciendo en la televisión, tanto en anuncios comerciales como en programas de variedades, en semanarios de fotografía y en otras muchas publicaciones, exponiéndose siempre a la mirada del público como artista que proponía una permanente renovación de los valores establecidos, y lanzando lemas que calaron, como el de “el arte es una explosión”.
Sus palabras fueron interpretadas como expresiones dirigidas al gran público de un arte que hacían estallar mundos extravagantes, pero en una lectura más profunda transmiten, en forma de grito, la idea de que solo el arte es capaz de transformar la realidad.
Okamoto murió en 1996, a los 84 años. Casi tres decenios después de su muerte, siguen siendo muchos los que se sienten atraídos por él. ¿Por qué?
El legado de sus años en París
Okamoto Tarō nació en 1911 en una familia de artistas. Su padre, Ippei, tuvo mucho éxito como dibujante de manga. Su madre, Kanoko, además de ser poetisa y novelista, se dedicó a la investigación del budismo. En aquel hogar la vida cotidiana y el arte invertían sus posiciones y eran las necesidades básicas o la vida social lo que quedaba siempre supeditado al arte, siendo el joven Tarō un participante más en aquel diálogo entre artistas. El novelista Kawabata Yasunari, primer japonés en obtener el Premio Nobel de Literatura, llamaba la “Sagrada Familia” a este hogar tan poco común que exhalaba un sentido artístico tan especial.
En la escuela de aquella época, en que el profesor era dueño y señor absoluto, a Tarō el trato infantil que le dispensaban los profesores le resultaba insoportable. Se resistía a su autoridad esgrimiendo argumentos de adulto e iba rebotando de una escuela a otra. Después de graduarse en 1929 por Keiō Futsubu, ingresó en la antigua Escuela de Bellas Artes de Tokio (actual Universidad de las Artes de Tokio). Sin embargo, medio año después su padre fue nombrado por el periódico Asahi Shimbun enviado especial en la Conferencia Naval de Londres, y Tarō y su madre partieron con él rumbo a Europa desde el puerto de Kōbe. Una vez en Paris, Tarō decidió separarse de sus padres y quedarse en la capital francesa con el designio de hallar su propio camino hacia el arte, no como un visitante común que se conforma con imitar lo superficial, sino dispuesto a vivir como un habitante más de aquel país a todos los efectos.
Nunca se integró en la colonia de artistas japoneses, estudió en un liceo (educación media) de las afueras de París donde, además de aprender el idioma, asimiló las nociones culturales y la forma de vida propias de un francés. Visitó muchos museos y estudió filosofía y arte en la Universidad de París.
En Francia, Okamoto entró en relación con representantes de las vanguardias más novedosas de la época, como Picasso, Mondrian, Kandinsky, Ernst, Giacometti o Man Ray, así como con pensadores como André Breton, teórico del surrealismo, o Georges Bataille, que contempló la existencia humana desde la perspectiva de la muerte, la violencia o el erotismo.
Estuvo, pues, en el corazón del arte del siglo XX, conoció de primera mano los últimos gritos del arte abstracto y del surrealismo y se zambulló en el ambiente en el que se desplegaron las reflexiones sobre “cómo vivir de verdad”, que tanta influencia tendrían sobre el pensamiento contemporáneo francés.
Como artista, Okamoto se propuso captar la realidad mediante una forma de pintura en la que coexistiesen, dentro de su mutua contradicción, lo concreto y lo abstracto. Tras la Segunda Guerra Mundial, Okamoto cultivó una expresión artística que denominó taikyokushugi (“antitetismo”), en la que daba cabida en una misma superficie a lo racional y lo irracional, también en mutua contradicción. En muchos de sus cuadros se aprecia la existencia de dos polos que se repelen. Al igual que en el ser humano, que no siempre puede resolver sus conflictos apelando solo a la racionalidad.
La importancia de la etnología en su obra
Las máscaras y figuras de dioses, de tan resueltas formas, nacidas de las actividades básicas vitales y religiosas de los diversos pueblos del mundo que Okamoto pudo contemplar a los 26 años en el Museo del Hombre, que en 1937 abrió sus puertas en el antiguo sitio de la Exposición Universal de París, lo marcaron profundamente. Luego, como alumno de la Universidad de París, profundizó en el conocimiento de la etnología de la mano del antropólogo Marcel Mauss.
A través del arte, Okamoto se propuso hacer de la libertad, la relación entre la vida y la muerte, el orgullo y el resto de los “sentidos de la vida” que la etnología busca en la experiencia humana, los nuevos “mitos” de la sociedad contemporánea.
En la muestra subterránea que se abrió en la Expo ´70 de Osaka bajo La torre del sol, innumerables figuras de dioses y máscaras de todos los rincones del mundo que habían sido recogidas por estudiosos siguiendo indicaciones de Okamoto fueron colocadas alrededor de El sol del subsuelo, otra creación del artista. Todo ese material pasó a formar parte, siete años después, de la colección del nuevo Museo Nacional de Etnología.
Okamoto Tarō contempla las máscaras y otras piezas etnográficas reunidas de diversas partes del mundo para la Expo ´70 de Osaka (4 de septiembre de 1969). (Kyōdō Press)
El interior de La torre del sol fue abierto al público tras ciertas adaptaciones a la normativa sísmica en 2018. También se ha expuesto El sol del subsuelo, otra obra de Okamoto que había quedado en paradero desconocido después de la expo. (Jiji Press)
Okamoto comenzó a vivir en París en 1930, a los 19 años, y no volvió a residir en Japón de forma permanente (exceptuando su periodo de servicio militar y otras estancias cortas) hasta 1946, cuando tenía ya 35. Al reinstalarse en el Japón de la posguerra, Okamoto había pasado la mitad de su vida en París y se había apartado mucho del común de los japoneses tanto por su bagaje cultural como por su sensibilidad, incluso por su físico. La vida que llevó durante su infancia y juventud en un hogar donde se exaltaba el arte proyectó a Okamoto hacia el París de los años 30 y su florecimiento cultural. Y en la posguerra, esa experiencia vital que tanto lo apartaba de los japoneses, lo empujó, ya en Japón, a una vida muy personal dominada por el impulso de trascender la realidad.
Traer las vanguardias al lejano Japón
Su formación en filosofía y etnología, disciplinas que exploran en el sentido de la existencia humana, lo convenció de que, ya que en Europa siempre sería un extranjero, si no aceptaba a Japón, el país de sus raíces, como su campo de batalla, no podría desarrollar un arte merecedor de ese nombre. Justo en ese momento la destrucción de la Segunda Guerra Mundial se acercaba a París, pero Okamoto se las arregló para regresar a Japón en el último barco que hizo esa ruta, en 1940, cuando los alemanes comenzaron a ocupar Francia.
De regreso en Japón, en 1941, Okamoto expuso sus obras pictóricas en una exposición de la Asociación Nika, donde resultó premiado, y consiguió hacer también una exposición individual. Sin embargo, en 1942, a los 31 años, fue llamado a filas y enviado como soldado al frente de China. Hubo de pasar cuatro años y medio de vida en el sinsentido del campo de batalla, donde la dignidad humana queda expuesta a situaciones límite.
Cuando pudo regresar a Japón en junio de 1946, terminada ya la guerra, halló que su casa había ardido hasta los cimientos, con todas sus obras dentro. De esta forma, el extranjero “Tarō Okamoto”, criado en París por el arte y la etnología, y destrozado por la violencia de la guerra, renació ahora como Okamoto Tarō, un japonés dispuesto a mostrar una originalidad todavía más acentuada. La estela dejada por Okamoto tras la guerra nos habla de sus intentos por compatibilizar arte y sociedad, o arte y vida cotidiana, dentro de las difíciles contradicciones que embargan al Japón moderno.
En primer lugar, en 1948, creó junto al crítico literario Hanada Kiyoteru y otros intelectuales el movimiento artístico vanguardista Yoru no Kai (“Asociación de la Noche”), con el que trató de sacudir el mundo del arte japonés, aferrado a los viejos esquemas y usos, y explorar formas artísticas que se adaptasen a la sociedad contemporánea. Con el paso del tiempo, la asociación fue gravitando hacia el objetivo de facilitar a todos los ciudadanos el acceso a las nuevas formas artísticas, para lo cual en 1954 convirtió el taller situado en su casa (actual Casa Museo de Okamoto Tarō) en un laboratorio de arte contemporáneo en que artistas, diseñadores, arquitectos y otros profesionales podían reunirse y cooperar.
En Konnichi no geijutsu (“El arte de hoy”), que escribió ese mismo año, Okamoto sostiene que, para vivir con plenitud, todas las personas que viven cargando con los desafíos del presente, incluyendo problemas como la contaminación medioambiental, la Guerra Fría o el menosprecio hacia lo humano acarreado por el crecimiento económico, deberían convertirse en artistas capaces de cambiar su realidad y de crear nuevos valores. La actividad de Okamoto fue ampliándose hacia áreas como el arte público, el diseño, la arquitectura, el cine, el performance art o la crítica artística y literaria. Al final, se definió simplemente como “una persona”.
La “nueva tradición” descubierta a través de la etnología
El motor de la actividad de Okamoto después de la guerra fue su interés por la tradición japonesa. En su ensayo Yo-jigen no bi: Jōmon doki-ron (“Belleza cuatridimensional: un estudio de las vasijas de barro de la era Jōmon”), que publicó en 1952, dirige su mirada de artista con formación etnológica hacia las vasijas de barro de la era Jōmon, de la prehistoria del archipiélago japonés, y las redescubre, encontrando en estas piezas, hasta entonces apreciadas solamente por su valor arqueológico, una belleza que no es posible encontrar en otros países.
Dentro del arte japonés, se valoraban el wabi y el sabi, conceptos ambos incardinados en la tradición budista, es decir, de origen extranjero, así como el arte moderno occidental. Sin embargo, Okamoto viene a decirnos que bajo todo eso subyace la dinámica belleza de las vasijas Jōmon, una belleza cuatridimensional, irracional y desequilibrada. De esta forma, Okamoto hace un sorprendente descubrimiento, pues encuentra en la remota antigüedad de Japón esa misma innovación que en el París de preguerra había sentido en el arte moderno, capaz de echar por tierra los viejos valores.
Convencido de que la corriente cultural de Jōmon, apartada de los centros políticos y religiosos de Japón, subsistía en lugares como la región nororiental de Tōhoku, la isla septentrional de Hokkaidō u Okinawa, en el extremo sur de Japón, estudió sobre el terreno, desde una perspectiva etnológica, las fiestas locales y otras tradiciones populares de esas regiones, y, a través de fotografías y textos concebidos desde el punto de vista de un artista, transmitió al gran público su valor único mediante publicaciones en las que estas manifestaciones eran presentadas como una “nueva tradición”. La idea de Okamoto era que, siendo la fuerza creativa una presencia ubicua en nuestras vidas, si conseguimos que cada uno de nosotros exprese su pensamiento y defienda sus propios valores con decisión, introduciendo en su vida diaria los puntos de vista y actos propios de un artista, será posible conseguir vidas más plenas.
Profundo significado detrás de frases pegadizas
Con el paso del tiempo, este pensamiento fructificó también en forma de obras, de lo que La torre del sol o El mito del mañana son dos buenos ejemplos. La frase “uchū wo tobu me” (“el ojo que vuela por el espacio”), una de las que nos dejó, se relaciona directamente con lo que él consideraba la esencia del arte. El espacio al que se refiere es el exterior del mundo, o de la sociedad humana, como marco que regula nuestra realidad. Okamoto propone que nos evadamos o desviemos hacia ese espacio exterior. El artista trabaja con cosas diferentes a sí mismo, con “lo otro”: pinturas, un lienzo, la piedra, la arcilla, etcétera, tratando de obtener algo de ellas. Pero durante ese trabajo creativo al que se entrega en cuerpo y alma, llega a una especial comunión irracional con su objeto. Esto es lo que se esconde bajo la frase “el arte es una explosión”.
Sin embargo, una vez terminada la obra, esa comunión se disuelve y de forma perfectamente racional el objeto vuelve a convertirse en “lo otro”. Gracias al arte, que es “yo” y “lo otro”, se nos abre la posibilidad de salir del mundo humano, romper ese marco y cambiar los valores desde sus raíces. Esta es la razón de que, en esta época nuestra dominada por una sensación de agobio, la expresión artística de Okamoto siga mantenido en atractivo universal incluso después de su muerte.
La torre del sol. (Jiji Press)
Fotografía del encabezado: Jiji Press.
(Traducido al español del original en japonés.)