Grandes figuras de la historia de Japón
Takemitsu Tōru, un innovador que prestaba oído a la naturaleza
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En 1966, como parte de los actos por el 125 aniversario de la Filarmónica de Nueva York, se encargó a 18 compositores de música moderna que creasen obras para la ocasión. Así nació la obra maestra de Takemitsu Tōru November Steps, para biwa (laúd japonés), shakuhachi (flauta de bambú) y orquesta.
La primera vez que oí esta pieza me quedé sin palabras, sintiendo las bellas imágenes mentales que despertaba en mí, con la sensación de estar contactando con algo espiritual y sublime. Algo parecido le ocurrió, se dice, a Leonard Bernstein cuando asistió a la primera interpretación de la obra, bajo la batuta de Ozawa Seiji. Bernstein destacó el vigor de la música de Takemitsu, en la que vio toda la fuerza y empuje de la vida humana.
La pieza arranca con un sereno sonido de arpa, similar al que haría una gota cayendo sobre el agua. Entonces, una ola recorre la orquesta de izquierda a derecha, como un viento que soplara a lo ancho de un bosque. Los instrumentos propios de la orquesta occidental, por una parte, y el biwa y el shakuhachi, por la otra, entran alternativamente sin mezclarse nunca, como si reivindicasen sus respectivos orígenes. Es solo en los enlaces donde, por un momento, se montan. Termina abruptamente, con los poderosos sonidos del shakuhachi, que dan paso a un profundo silencio. Pese a su vanguardismo y a la llamativa presencia de los instrumentos japoneses, November Steps recibió una excelente acogida en países como Alemania u Holanda y, desde que comenzó a interpretarse en 1967, las ofertas para componer nuevas piezas le llovieron a Takemitsu desde todo el mundo.
Un genio que sobrepasó los límites de la música
Takemitsu nació en Tokio en 1930. Su inclinación hacia la música se manifestó al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 15 años. Un día, extenuado tras la dura jornada de trabajo que se les imponía a los jóvenes movilizados para suplir la falta de mano de obra en las fábricas, oyó por casualidad Parlez moi d’amour. Los sones de esta canción fueron suficientes para convencerlo de que deseaba dedicar su vida a la música. Las cadencias de aquella voz femenina impactaron dulcemente en el alma de un joven que solo había conocido el estruendo de las bombas y los marciales cánticos militares.
En la posguerra, Takemitsu se inició en la composición prácticamente sin ayuda de nadie. El hogar familiar quedó destruido dos veces por los bombardeos y, lógicamente, su familia no podía permitirse comprar un piano. Por eso, el joven llevaba siempre un teclado de piano que él mismo se había hecho sobre un papel. Su fantasía se encargaba de extraer todos los sonidos de aquel mudo teclado.
En el siglo XIX Japón hizo un esfuerzo coordinado por el propio Estado para adoptar la cultura occidental, pero cómo conseguir una expresión propiamente japonesa dentro de las formas occidentales seguía siendo un desafío. El mundo de la música no era una excepción y continuaba bajo el influjo de Yamada Kōsaku y otros precursores de la música alemana. Pero Takemitsu sentía que había algo físico en aquella música que no encajaba en sus gustos y se acercó a dos músicos, Kiyose Yasuji y Hayasaka Fumio, que exploraban formas expresivas más propiamente japonesas. Sin embargo, la reivindicación expresa que estos músicos hacían de lo japonés en sus creaciones despertaba recelos en Takemitsu y se convirtió en motivo de discusiones, porque para Takemitsu en el arte no había occidente ni oriente.
Takemitsu debutó como compositor a los 20 años con Futatsu no rento (Lento in due movimenti, 1950), pero la obra, demasiado innovadora por la forma en que estaba compuesta y por sus resonancias, no fue bien acogida por la crítica.
Pero Takemitsu tuvo la suerte de toparse con el poeta surrealista y crítico de arte Takiguchi Shūzō. Junto a los jóvenes que se habían congregado alrededor de Takiguchi, Takemitsu formó un grupo llamado Jikken Kōbō (“Taller experimental”), que abarcaba la música y otras expresiones artísticas y literarias.
Bajo la bandera del experimentalismo y la contemporaneidad, el grupo organizó conciertos en los que la música se fundía con el arte e hizo otros muchos novedosos intentos. En este nuevo ambiente, Takemitsu probó suerte en otros muchos campos además de la música, de lo que es muestra la publicación en una revista del ensayo “Paul Klee to ongaku” (“Paul Klee y la música”), siguiendo los consejos de Takiguchi.
En 1953, en plena fase vanguardista, Takemitsu contrajo una grave tuberculosis que lo obligó a abandonar todas sus actividades. Fue entonces cuando el crítico musical Akiyama Kuniharu, uno de sus compañeros de Jikken Kōbō, le propuso componer una pieza para orquesta. Takemitsu respondió a su propuesta con Gengaku no tame no rekuiemu (“Réquiem para instrumentos de cuerda”), que dedicó a su admirado Hayasaka que había muerto en 1955, a los 41 años, a consecuencia precisamente de una tuberculosis. Takemitsu completó su obra en 1957, a los 27 años. La suerte se enderezó definitivamente para el joven músico dos años después, en 1959, cuando un nuevo medicamento le permitió dejar atrás su enfermedad. Igor Stravinsky, que visitó Japón en aquella época, oyó por casualidad la pieza y se sintió impresionado por su fuerza. En tono elogioso, se extrañó de que una música tan “rigurosa” pudiera salir de un hombre de tan pequeña estatura. Las palabras del famoso músico ruso surtieron un efecto inesperado y le abrieron al japonés las puertas del éxito mundial.
Era una época en que en los países occidentales se abría paso el interés a lo culturalmente distinto, lo no occidental, como el zen. Cuando el mundo musical japonés mostraba una clara tendencia a imitar lo occidental, Occidente ponía sus ojos en Oriente. Mayuzumi Toshirō, otro compositor de la misma generación que Takemitsu que estudió en Europa, regresó a Japón con la conclusión de que su país ya no tenía nada que aprender de Occidente. Pero Takemitsu aspiraba a disfrutar de una contemporaneidad en la que todos los artistas del mundo, al margen de cuál fuera su lugar de procedencia, dialogasen, se conocieran y pusieran en común su pensamiento y emociones. Así, aprovechando este ambiente de gran receptividad hacia lo oriental en los eventos musicales internacionales organizados en Occidente, Takemitsu pasó a ser uno de los músicos más frecuentemente invitados a participar en ellos.
Cuando le preguntaron cuál había sido su secreto para, de forma tan inopinada, haberse convertido en un compositor tan reclamado en el extranjero, Takemitsu respondió entre risas: “¡No vas a desesperarte desde el principio! Cuanto peor sea la situación, mayor es la cantidad de esperanza que hay que poner en juego”. El sencillo humor con el que afrontaba su vida fue, sin duda, una de las razones por las que siempre fue querido y estimado por quienes lo rodeaban allá donde fuera.
Embajador cultural que vincula Japón con Occidente
En 1965, Takemitsu recibió, por su obra para piano y orquesta Textures, el Primer Premio de la sección de Podio Internacional de Compositores del Consejo Internacional de la Música (IMC, por sus siglas en inglés), una entidad de gran prestigio. Fue el primer asiático en conseguirlo. Pero tan importante como esto en su consagración internacional, o quizás más todavía, fue la obra November Steps (1967) a la que nos referíamos al principio.
En años posteriores, en que compuso principalmente para instrumentos occidentales, el estilo de Takemitsu evolucionó de aquellas formas “rigurosas” hacia una suave armonía. Fue una época de intensa actividad profesional. Si bien su vida estaba en Japón, se desplazaba continuamente al extranjero, entablando un fructífero diálogo intercultural y sirviendo de puente entre Japón y Occidente. Y no solo compuso: organizó también eventos musicales en Japón, a los que invitaba a artistas extranjeros, y en el extranjero, presentaba a japoneses, convirtiéndose en un inmejorable embajador cultural.
Para algunos, la música de Takemitsu es difícil de entender. Podría ser cierto. Los títulos de sus obras son poéticos y un tanto abstrusos. Los ritmos son también imprecisos y la melodía gira sin acabar de desarrollar el tema, recordando a los emakimono (pinturas en rollo) o a los jardines japoneses diseñados para hacer recorridos circulares, que fueron sus fuentes de inspiración.
Muchos intérpretes extranjeros dicen que en la música de Takemitsu sienten lo japonés. Ciertamente, en su respeto por la naturaleza de cada sonido se parece a la cocina japonesa, en la que se aprovecha de la mejor forma posible el sabor propio de cada ingrediente. Pero, más allá de eso, ¿podrá encontrarse en su música algo concreto que delate la nacionalidad de su creador?
Takemitsu entendía que la visión del mundo que subyacía en sus obras podía ser compartida también en el extranjero y así lo hacía saber en sus títulos. Por ejemplo, Yume miru ame (en inglés, Rain Dreaming) tiene su origen en la cultura de los aborígenes australianos, Tori ga michi ni orite kita proviene del título del poema de Emily Dickinson A Bird, came down a Walk, y Tōi sakebigoe no kanata e! de la frase “far calls, coming, far” que aparece en una novela de James Joyce, sin olvidar Nostalgia, que nos dirige directamente a una de las películas de Andréi Tarkovski. Por el contrario, sería difícil encontrar un solo título propiamente japonés.
Nada hay que objetar si se quiere ver lo japonés en la elección de los motivos musicales (la lluvia, el agua, el viento, los pájaros...), pero no es menos cierto que todos los humanos desarrollamos nuestras vidas junto a la naturaleza. Como señaló el musicólogo Peter Burt, en la música de Takemitsu encontramos Japón en un nivel abstracto o filosófico, pero no al nivel más básico de las melodías, donde se evita.
Melodías llenas de gracia que encuentran eco en el corazón
En sus últimos años, Takemitsu escribió que quería nadar en un mar sin estes ni oestes. Fuente de vida y símbolo de la muerte y de la resurrección, el mar era uno de sus temas. Escribió melodías que discurren lentas y serenas, bellos acordes que recuerdan la naturaleza con su viento, su luz y sus pájaros, músicas en las que resuena lo que Takemitsu llamaba “el mar de la armonía”. Intercaladas en sus piezas hay también resonancias afiladas e inquietantes, pero al final el telón se baja entre ecos luminosos, que parecen envueltos en un capullo de seda. Encontramos ahí la sensación de estar respirando hondamente y recuperando nuestro equilibrio psico-físico en armonía con la naturaleza, una calidez que parece afirmar la vida y fuerzas para abrigar esperanzas aun dentro de la inseguridad. Así son esas obras de Takemitsu que siguen interpretándose en las salas de música de todo el mundo con parecida frecuencia a la de los clásicos, algo infrecuente en la música contemporánea, en la que la muerte del compositor suele acarrear la salida de sus obras de los programas musicales.
En las obras de Takemitsu son identificables muchos elementos por los que el autor sentía preferencia, y esta variedad ha contribuido a ampliar su rango de audiencia. Además de clásicos como Bach, encontramos aquí y allá rasgos en común con Debussy, con Alban Berg, con el jazz, con el pop, o con contemporáneos como Olivier Messiaen o John Cage. Takemitsu adoraba a los Beatles e hizo arreglos para guitarra de algunas de las canciones del grupo, un feliz encuentro entre la música clásica y la contemporánea.
Tampoco podemos olvidar sus bandas sonoras. Takemitsu puso sonido y música a muchos grandes títulos de la historia del cine, un trabajo que ha sido altamente valorado. Incluso han llegado a organizarse ciclos de películas bajo el común denominador de su música. En total, han sido cerca de un centenar de películas, entre ellas Kaidan (Kwaidan) y Seppuku (Harakiri) de Kobayashi Masaki, Suna no onna (La mujer de arena) y Tanin no kao (La cara de otro / El rostro ajeno) de Teshigahara Hiroshi, Kawaita hana (Pale Flower / Withered Flower) y Hanaregoze Orin (La balada de Orin) de Shinoda Masahiro, Do desu ka den (Dodes’ka-den), y Ran de Kurosawa Akira, o Raising Sun (Sol Naciente) de Philip Kaufman, todas las cuales despertaron gran expectación por lo vanguardista y esmerado de su trabajo.
También las generaciones que no conocieron a Takemitsu en vida están bajo su influencia. Muchos artistas han encontrado inspiración en él. La escritora Asabuki Mariko la encontró en sus palabras, y el grupo Noism, dirigido por el internacionalmente famoso bailarín Kanamori Jō, en sus piezas para música gagaku. Y ahora, cuando se cumplen 25 años de su fallecimiento, el interés por su obra sigue extendiéndose por los más variados campos.
Fotografías: Cortesía de Takemitsu Maki.
(Traducido al español del original en japonés. Fotografía del encabezado: Retrato de Takemitsu Tōru, tomado en junio de 1993. Clive Barda / ArenaPAL / Aflo)