Grandes figuras de la historia de Japón
Ikkyū Sōjun: inolvidable personaje de ‘anime’ y monje estrafalario
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Ikkyū Sōjun (1394-1481) fue un monje budista que practicó por la rama Daitokuji de la gran escuela zen Rinzai. Para los japoneses, su nombre es más identificable si se lo acompaña del tratamiento san, Ikkyū-san (“el señor Ikkyū”). Conocido por anécdotas en las que demostraba frescura e ingenio, como la del tigre pintado en un biombo que un señor feudal le ordenó atar, o la del puente prohibido, ocupa sin duda un lugar de honor entre los monjes budistas más populares de la historia japonesa. Fue principalmente durante el periodo Edo (1603-1868) cuando su proverbial agudeza tomó forma de peculiares historias –que forman el género conocido como ikkyūhanashi– y estas comenzaron a difundirse entre la gente, pasando a formar parte del imaginario colectivo.
La generación que frisa en los 50 ha crecido con la serie televisiva de dibujos animados titulada precisamente Ikkyū-san, de la productora Tōei Dōga (actual Tōei Animation), que estuvo en pantalla entre octubre de 1975 y junio de 1982. Se emitieron de ella sus 296 capítulos, en los que se utilizaban todos los efectos visuales y sonoros propios de la animación. Muchos recordarán el peculiar sonido del mokugyo, un bloque de madera en forma de pez que se golpea con un percutor durante la liturgia budista, y que se hacía oír siempre que el novicio Ikkyū, que hacía sus prácticas en un templo, trataba de extraer todo el ingenio de su cabeza haciendo movimientos circulares sobre ella con los dedos índices; o el sonido de timbre del rin (campanilla budista) que anunciaba finalmente la llegada de la inspiración. Pero en aquel divertido Ikkyū que actuaba a sus anchas, abrumando con su ingenio al mismísimo sogún, había también una faceta afectiva, la del pueril aprendiz de bonzo que echaba de menos a su lejana madre. En conjunto, una figura que logró hacerse un hueco en el corazón de la gente.
Las sucesivas reemisiones de la serie aumentaron el número de sus fans de otras generaciones. Y cuando la serie cruzó el mar y llegó a China, al instante Ikkyū se ganó también el corazón de muchos niños chinos. Se dice que muchos niños escuchaban atentamente el tema musical de la serie, que se emitía en el japonés original, para tratar de aprender la letra. Parece que Ikkyū tiene gran éxito también en países como Tailandia o Irán. La influencia que ha tenido esta serie en la formación de la imagen popular de Ikkyū ha sido enorme.
Un monje indiferente a los certificados
Lo cierto es, sin embargo, que el Ikkyū histórico dista bastante de la imagen proyectada por aquella serie que tantos adeptos le ganó entre el público infantil de Japón, China y otros países. Para empezar, Ikkyū tuvo una longevidad sorprendente para alguien que vivió en el siglo XV, pues la muerte le llegó a los 88 años. Relatar aquí su larga vida es tarea imposible, pero podemos acercarnos al Ikkyū más real a través de algunos sucedidos.
Era el primer día del año 1394, cuando todavía resonaban los ecos del tumultuoso periodo de Nanboku-chō. En una simple casa de la capital nació un bebé de una mujer que formaba parte del linaje imperial del Sur, vencido en el citado periodo de guerras. Sengikumaru, como fue llamado el niño, era además hijo natural de Go-Komatsu, a la sazón Emperador de Japón. Se trata, como habrá adivinado el lector, de nuestro personaje. El sogún que solventó la disputa entre las dos ramas de la familia imperial unificándolas, Ashikaga Yoshimitsu, favoreció a la rama Norte. Temiendo las implicaciones políticas que pudiera tener el nacimiento de aquel niño de una mujer de la rama Sur, Yoshimitsu lo apartó de su madre a los seis años de edad y lo ingresó como novicio en el templo zen de Ankoku-ji, para que quedase al margen de cualquier pretensión. Este periodo de su vida es el que queda reflejado en la serie televisiva.
Pronto se hizo patente en aquel joven entregado a las prácticas ascéticas propias de la vida monacal un gran talento para la poesía, que en el templo se cultivaba siguiendo los moldes del clasicismo chino. De carácter extremadamente serio y reservado, las chácharas de sus condiscípulos, que se jactaban de su abolengo, le repugnaban al punto de ausentarse de sus reuniones tapándose los oídos. A los 17 años, cambió el templo de Ankoku-ji por el de Saikon-ji, donde recibió enseñanzas de su superior, el monje Ken´ō Sōi, de quien recibió el nombre de tonsura de Sōjun. La rigurosa disciplina zen de pobreza y renuncia a las ambiciones forjó su personalidad, cada vez más entregada a la búsqueda de la verdad.
Tenía Sōjun 21 años cuando la muerte se llevó a su maestro. Desesperado por haber perdido su guía y su meta, trató de poner fin también a su vida arrojándose al lago Biwa. Fue un enviado de su madre quien lo rescató de las aguas. Sōjun rehizo su vida en Katata, provincia de Ōmi, donde ingresó en el templo de Shōzui-an para aprender de su superior, Kasō Sōdon, quien le impuso un nuevo nombre: Ikkyū. Un día que cruzaba las aguas del lago Biwa en una barca, al amanecer, la brisa le llevó el graznido de un cuervo. Aquel fue el momento mágico del satori, la iluminación.
Pero alcanzar el satori no significó para Ikkyū el final de su vida ascética y de renuncia, como se aprecia en el hecho de que rechazara el inka, un certificado que permitía a su portador acreditar la condición de monje iluminado y enseñar la ley de Buda. Cuando los fuertes dolores lumbares que padecía obligaban a su maestro, Kasō, a guardar cama imposibilitándole también ir al retrete, sus otros discípulos se servían de una paleta de bambú para retirar sus deposiciones, pero Ikkyū lo hacía directamente con sus manos, demostrando que no le inspiraban la menor repugnancia. Aunque Ikkyu era sin duda un tipo excéntrico, era el preferido de su maestro como sucesor. Y cuando su venerado Kasō murió, Ikkyū dejó atrás Katata e inició una vida errante.
Por las calles de Sakai con una gran espada roja al cinto
En aquella época en que los desastres naturales y las guerras civiles habían desestabilizado la mayor parte de las regiones del país, la ciudad de Sakai floreció gracias al activo comercio interior y exterior, pudiéndose encontrar en ella lo más avanzado de la época en cuanto a manifestaciones culturales e intelectuales. Ikkyū debió de tener una especial predilección por dicha ciudad, pues la visitaba a menudo y se dejaba ver por sus calles luciendo una espada que, además de ser extrañamente larga, era de un llamativo color encarnado. Que un monje zen se presentara en la ciudad portando un arma así era una extravagancia que hacía dudar de su cordura. La gente de Sakai no pudo menos que preguntarle qué buscaba con aquello. “Es una espada de madera que no puede herir a nadie. Los monjes que vemos por todos los rincones son como esta espada de madera que llevo al cinto, pura fachada, y cuando más se los necesita, más palmaria es su inutilidad”, respondió Ikkyū. Esta anécdota es la razón de que muchos de sus retratos muestren una larga espada roja a un costado. Ikkyū no solo satirizó a los monjes: su crítica se dirigía también hacia aquellos burgueses que en tanta estima tenían a aquellos. “Si lo mío os resulta extravagante, no lo es menos lo vuestro”, venía a decir.
Sakai, la ciudad económicamente más pujante del país, era terreno de predicación de Yōsō Sōi, principal discípulo de Kasō. Con el prestigio que le daba estar en posesión del inka expedido por Kasō, Yōsō trató de encontrar nuevos prosélitos entre la clase de los comerciantes, que hasta entonces había quedado espiritualmente desatendida. Aunque los comerciantes tenían un gran poder económico, en el orden social de la época ocupaban una posición baja y su educación dejaba mucho que desear, por lo que, si se deseaba sintonizar con ellos en la predicación, inevitablemente había que hacer concesiones en cuanto a la calidad del mensaje. Pero Ikkyū, que en estas cuestiones era muy serio, no podía aceptar una cosa así. A sus ojos, por más que fuera el “discípulo principal” de Kasō, Yōsō Sōi resultaba tener tan poco filo como su espada de pega. Ikkyū aspiraba a alcanzar un alto grado de conocimiento y estaba comprometido con un zen sacrificado y sincero, por más que fuera su estrambótica conducta, aparentemente en conflicto con tan excelsos ideales, lo que atraía más a la gente del emporio. Era, además, hijo natural del emperador Go-Komatsu. Muchos opulentos clanes de Sakai se reunieron en torno a él. Las últimas investigaciones revelan que Ikkyū no solo atrajo a los comerciantes de Sakai: entre sus seguidores había personas que se habían enrolado en las misiones marítimas de carácter comercial dirigidas a la China Ming, o un hijo de un matrimonio mixto chino-japonés que, al igual que su padre extranjero, ejercía como intérprete.
Una vida marcada por la rebeldía frente a la autoridad
A Ikkyū le indignaban particularmente los referidos certificados de iluminación (permisos para difundir la ley de Buda), tan codiciados por los monjes zen. Para él, los inka no solo eran inútiles sino, además, perjudiciales. Cuando, a la edad de 47 años, recayó sobre él el puesto de responsable de la sección Nyoi-an del templo de Daitoku-ji, cabeza de la rama homónima de la escuela Rinzai, se largó del lugar diciendo que le disgustaba tener que desempeñar un cargo tan sometido a moldes y convencionalismos como el de un distinguido oshō (monje con responsabilidad sobre un templo). Ikkyū era la imagen viva de la excentricidad y de la rebeldía frente a la autoridad.
Cuando el templo que había abandonado tan rápidamente debido a su disgusto por los honores resultó dañado por un gran incendio a consecuencia de la guerra de Ōnin-Bunmei, sus 85 años no le impidieron entregarse con todas sus energías a su reconstrucción, pues era el semillero donde se habían formado muchos de sus más respetados maestros zen. Y en las tareas de reparación colaboraron con su dinero muchos mercaderes de Sakai devotos de Ikkyū.
Alrededor de Ikkyū se reunieron muchos discípulos y creyentes, pero a ninguno de ellos entregó el inka. Su forma de espiritualidad comenzaba y terminaba en él mismo. Fue, pues, la encarnación de la idea de “intransferibilidad de la ley de Buda”. La escuela japonesa Rinzai tiene su origen en las enseñanzas del monje chino Xutang Zhiyu (japonés: Kidō Chigu, 1185-1269), que llegaron a Ikkyū a través de cinco maestros intermedios. El budismo de Ikkyū es, pues, un budismo transmitido por los cauces de la mayor ortodoxia y ocupa un lugar central dentro del zen japonés. En 1478, poco antes de su muerte, su forma de entender el budismo estuvo a punto de disgregarse y perderse para siempre. Sus discípulos lo instaron a que nombrase un sucesor. Había varios que merecían aquel honor, pero Ikkyū se obstinaba en no pronunciarse. Otra vez recibió el apremio de sus discípulos. Forzado a ello, Ikkyū pronunció el nombre de Motsurin Jōtō. Los discípulos, jubilosos, anunciaron la decisión a Motsurin. Pero este concluyó que, si realmente su maestro había pronunciado su nombre, habría sido o bien algún desvarío causado por su enfermedad, o bien una muestra de senilidad. Motsurin se fue del lugar muy enfadado, diciendo que no le vinieran con aquella insensatez, reñida con lo que había sido la conducta de Ikkyū durante toda su vida.
¿Cómo se transmitió a la posteridad, entonces, el budismo de Ikkyū tras su muerte en 1481? Sus discípulos comenzaron a hacer reuniones (kesshu) una vez al año alrededor de su tumba en Kyōtanabe para decidir los asuntos importantes. Fue una reedición de la transmisión del budismo primitivo tras la muerte de Gautama, el buda histórico, gracias a las repetidas reuniones de sus discípulos. Fue precisamente con “agudeza” como los discípulos del agudo Ikkyū lograron, mediante sus conciliábulos, superar la dificultad que entrañaba dar continuidad a su pensamiento sin nombrar un sucesor. Así es como esta rama del budismo zen, que no utiliza certificados ni autorizaciones, ha llegado hasta nosotros sin interrupción.
Fotografía del encabezado: retrato de Ikkyū Sōjun. (Colección del Shūon-an)