Murakami Satoshi, un artista con la casa a cuestas
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Por el persistente influjo del coronavirus, llevar mascarilla sigue siendo una “exigencia” en Japón en 2021. Al salir de casa, a uno puede olvidársele el smartphone o la cartera (billetera), pero no la mascarilla. Así están las cosas. Llevarla puesta es sofocante, así que yo en cuanto puedo quitármela, lo hago.
Pero, ¿cuándo es imprescindible su uso? Las situaciones que se me ocurren son al hacer la compra en el supermercado, al entrar en una cafetería, durante el trabajo... Curiosamente, todas tienen alguna relación con el dinero. Al usar dinero, nos estamos relacionando con otras personas. Y lo que hace la mascarilla es precisamente lo contrario, interponerse entre las personas para evitar que las gotículas respiratorias emitidas por unas lleguen a las otras. El dinero crea relaciones interpersonales y la mascarilla las rompe.
Habitar una vivienda puede ser en sí mismo una obra
Yo vivo estableciendo relaciones con los demás a través del dinero y, por tanto, ningún problema social es ajeno a mi vida. Me percaté de esto en 2011, cuando ocurrieron el Gran Terremoto del Este de Japón y el accidente nuclear de la central Fukushima Dai-ichi. De pronto, la vida que había llevado hasta entonces me resultó asfixiante. Mientras participaba en las manifestaciones en contra de la reactivación de las centrales nucleares que habían sido paralizadas, me puse a pensar cosas como que el dinero que usaba acababa, por una vía o por otra, financiando la energía nuclear, o que el refresco que me compraba en una tienda de 24 horas le estaba quitando horas de sueño al conductor del camión que lo transportaba.
Trabajar, pagar el alquiler de la casa, hacer la compra en el supermercado... la normalidad del día a día se me empezó a hacer insoportable. Era la vaga impresión de que no vivía, sino que me hacían vivir. Ese tipo de vida –pensaba– es lo que ha causado el accidente nuclear y ha privado a tanta gente de su tierra natal. Nos tienen encerrados. Como no escapemos a la sabana africana o a la Amazonia y adoptemos una vida de cazadores-recolectores, nunca podremos salir de este círculo cerrado.
Habiendo despertado a esta realidad estaba obligado, como artista, a desarrollar una nueva forma de vida, hacer de ella mi obra y presentarla a la sociedad. Esa fue la conclusión a la que llegué. En febrero de 2014, aprovechando el escaso tiempo libre que me dejaba mi trabajo temporal de siete días a la semana, empecé a fabricar en mi apartamento una casita de poliestireno. La labor me llevó dos meses. Es una casita con su cubierta de tejas, su puerta con cerradura, su ventana y su placa. Dejé el trabajo y el apartamento y desde abril, echándome la casita a las espaldas, me puse a hacer eso que llamo “vivir la migración”. Durante estos siete años, si bien con algunas interrupciones, he continuado viviendo con mi casa de poliestireno a cuestas.
Un nuevo emplazamiento, una distribución diferente
Así pues, lo que llamo “vivir la migración” no es otra cosa que llevar una vida itinerante cargando con mi casita. En mis inicios, pensé que podría colocarla en cualquier lugar y ponerme a dormir allí mismo. Pero la primera noche fue suficiente para comprender que eso no iba a ser posible. La puse al borde del camino, me fui a un sentō (baño público) y cuando regresé me encontré con que la policía la había rodeado. “Esto es ocupación ilegal. Desmóntela y llévesela de aquí inmediatamente”, me dijeron los agentes. Desde entonces, encontrar un emplazamiento seguro para mi casita se ha convertido en un requisito para continuar mi vida ambulante. Casi todo el espacio que hay en Japón es propiedad de alguien y, por lo visto, uno no puede simplemente poner sus cosas donde quiera y dejarlas ahí.
Muchas veces es en templos y santuarios donde encuentro un lugar, previa negociación con sus responsables. Llamo a la puerta y les explico que voy de aquí para allá con mi casa a cuestas y que necesito un lugar para instalarla, con la promesa de irme al día siguiente por la mañana. A veces funciona, pero otras muchas se me deniega el permiso. En estos casos, busco otro lugar. Hasta encontrar uno, tengo que cargar con los cerca de 10 kilogramos de la casita. Conforme iban pasando los días, me di cuenta de que mi casita no era perfecta. La función más importante de una casa es la de darte un lugar donde poder dormir. Pero en el caso de mi casita, ni siquiera puedo descargarla sin que antes me hayan permitido hacerlo en algún lugar. O sea, que solo cuando tengo un emplazamiento para ella empieza a ser una verdadera casa para mí.
Pero mi vida no consiste únicamente en levantarme cada mañana y acostarme cada noche. La gente necesita comer, beber e ir al retrete, y yo también. A uno le gusta también ducharse, cepillarse los dientes, etcétera... Pero en mi casita solo hay sitio para dormir. ¿Qué hago? Tengo que salir y buscar dónde hacer todo eso. Si las casas convencionales tienen una distribución fija en espacios para dar respuesta a esas necesidades, yo esa misma “distribución” la encuentro dispersa por el exterior.
Los konbini (minisupermercado de 24 horas) y droguerías se convierten en mi retrete y los sentō y cibercafés en mi cuarto de baño. Mi despacho lo encuentro en cualquier cafetería donde pueda usar un enchufe y mi lavadora en cualquier lavandería de autoservicio. La “distribución de mi casa”, así vista, varía lógicamente según el lugar en el que me encuentro, pero en cualquier sitio me siento como si fuera el inquilino de una holgada casa con cientos y cientos de metros cuadrados de superficie.
Pero, claro, las cafeterías y los baños públicos cuestan dinero. Para costear estos gastos, al principio solía buscar algún trabajo ocasional en cada lugar que visitaba. Parecido a lo que veíamos en la película Nomadland. Unas veces lavaba platos en la cocina de un restaurante; otras, trabajaba en una obra de construcción... Últimamente suelo escribir y publicar cosas, o trabajar en exposiciones de arte. Y así consigo algunos ingresos.
Antes de comenzar mi vida nómada, no me paré a pensar en el problema de los ingresos. Tenía unos ahorros de 200.000 yenes para “gastos iniciales”, y pensé que cuando se me acabasen ya me las arreglaría de algún modo para conseguir más dinero. Preocuparse por estas cosas cuando todavía no te has puesto en marcha no tiene demasiado sentido, porque tu propio “valor de experiencia” va a ir aumentando. Tenía mucha confianza en mi evolución futura.
El orgullo perdido de las ciudades sin estación de ferrocarril
Llevando esta vida, me he dado cuenta de algunas cosas muy importantes. Entre ellas, la función que cumple el dinero.
Además de mi casa, tengo que llevar encima el dinero, la ropa y con el resto de mis cosas, así que en mis desplazamientos trato de llevar siempre lo menos posible. El agua y los alimentos son imprescindibles para la vida pero muy pesados, así que trato de adquirirlos justo antes de consumirlos. Ahí entra en juego el dinero. Una botella de 500 mililitros de agua cuesta 100 yenes. Pero mientras que la botella pesa 500 gramos, la moneda solo pesa cinco gramos. El dinero es, pues, muy ligero. Para mí, la esencia del dinero es que sustituye a objetos que son mucho más pesados. Disponer de ducha o de una lavadora significaría cargas inasumibles. Pero todo eso es sustituible por el dinero y ahí está su utilidad.
También he tenido tiempo para pensar en la función del terreno. Cuando vivía en un apartamento alquilado, satisfacía todas mis necesidades en el barrio en que vivía. A veces iba a otros barrios para reunirme con mis amigos, pero el entorno urbano venía a ser siempre el mismo. Durante mis desplazamientos, que podía ser en automóvil o en tren, bien me concentraba en la conducción, bien en mi iPhone, porque para mí se trataba simplemente de ir de un punto a otro. Lo de fuera me resultaba indiferente. Pero ahora que llevo una vida itinerante y he recorrido cientos de kilómetros por todo Japón, me he dado cuenta de que vivo en un país que es casi todo montes, ríos y mares. La sensación física que se tiene es la de que las zonas urbanas no deben de pasar el 5 % del total. Y viviendo en una parte tan insignificante, me creía que vivía “en Japón”. ¡Qué inconsciente era!
Otra cosa en la que he reparado es en la particular violencia que entrañan medios de transporte como el automóvil o el ferrocarril. Son, ciertamente, mucho más rápidos que ir andando. Pero al mismo tiempo son instrumentos violentos, que restan posibilidades al terreno. El ferrocarril, por ejemplo, se detiene en unos lugares y no en otros, y por el simple hecho de tener o no tener estación una ciudad puede florecer o declinar. Yo he visto muchas ciudades que se han ido apagando por esta razón. Sus pobladores lamentan vivir en ciudades “mal comunicadas”. Viendo esto, sinceramente, no podía evitar enfadarme. ¡Que el tren, una simple máquina, pueda hacerte perder el orgullo de vivir en una ciudad!
Habitar como arte
Nadie puede evadirse de las necesidades de la vida diaria. Como decía antes, allá donde voy yo quiero ducharme y necesito comer. Voy al retrete, necesito electricidad y si además tengo conexión wi-fi, miel sobre hojuelas. En mi vida itinerante, voy buscando lugares donde satisfacer todas estas necesidades e incluyéndolos en el plano de mi “casa”. Hay que pensar bien la “distribución”, si uno no quiere encontrarse con que, por ejemplo, hoy no tiene retrete ni baño. Y todo eso cuesta tiempo. Es una vida, pues, bastante atareada. Un mal diseño de la distribución significa que no vas a encontrar nada para comer, o que no podrás ducharte. El pago de un alquiler es un acto económico en que a cambio de un dinero se recibe un “paquete de soluciones” en forma de vivienda y eso es, en otro sentido, comprar tiempo.
Trabajando vendemos nuestro tiempo y pagando un alquiler, lo compramos. Es este movimiento repetitivo lo que viene agrandando la sociedad capitalista. Pero este infinito ciclo de producción y consumo es también lo que sigue causando accidentes nucleares, descarrilamientos de trenes y pandemias víricas. Haríamos bien en sacar al menos la cabeza de esa agua que es nuestra vida diaria y, desde fuera, echar una ojeada para saber dónde estamos metidos.
Y para ello, la única opción que tenemos es hacer obras. Como seres humanos, no podemos ser sujetos pasivos de nuestras propias vidas en este mundo. Yoshizaka Takamasa (1917-1980), uno de mis arquitectos preferidos, decía que la vivienda es una prolongación de nuestro organismo y que, de suyo, es un contrasentido que vivamos en casas construidas por otros. Habitar, en sí mismo, debe ser obrar.
Actualmente, desde la base que me ofrece el taller que he alquilado en Tokio, estoy preparándome para producir una nueva “forma de vida” a la que aplicaré todo lo que he venido pensando en mi vida itinerante.
El proyecto que tengo ahora entre manos es hacer primero una superficie publicitaria que pueda colocar en la ciudad y, con el dinero que obtenga, construir una vivienda dentro de ella. Una parte de la energía necesaria para vivir en su interior será de generación propia. La habitación se calentará con el calor que produce la fermentación de la hojarasca y se refrigerará con la energía procedente de la evaporación del agua. Por ahora, sigo haciendo mis experimentos.
En el futuro, me gustaría seguir adelante con esta obra que es para mí el propio hecho de vivir.
Fotografías: Murakami Satoshi.
Fotografía del encabezado: El autor del artículo con su casita a cuestas. (Fotografía: Uchida Ryō)