Condimentos japoneses: ‘shōyu’ o salsa de soja
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Con tan solo unas gotas de salsa de soja, la carne, el pescado o la verdura adquiere enseguida el sabor delicioso propio de la gastronomía nipona, motivo por el cual este condimento mágico se convierte en el mejor aliado de los japoneses incluso fuera de su país. De hecho, lo llevan usando más de mil años, pero el proceso de elaboración no ha cambiado en absoluto: al igual que en la antigüedad, se sigue usando el hongo kōji; sin él, sería imposible.
Un condimento beneficioso para la salud
Se cree que la salsa de soja tiene su origen en el hishio. Durante el período Nara esta pasta se elaboraba en unas instalaciones específicas de la Corte Imperial llamadas Hishio Tsukasa. En aquel entonces, el término ‘hishio’ era el nombre genérico que se utilizaba para referirse a los alimentos fermentados con sal; existían tres tipos en función de las materias primas: kusabishio, shishibishio y kokubishio (de verdura, carne o pescado y cereales, respectivamente). El kusabishio es lo que conocemos en la actualidad como tsukemono (encurtidos), mientras que el shishibishio se corresponde con salsas de pescado como el shottsuru, de Akita, y el ishiru, de Noto, y las conservas del tipo shiokara. El kokubishio, elaborado con soja o trigo, equivale a la salsa de soja y el miso de nuestros días.
En líneas generales, la elaboración de la salsa de soja sigue siendo la misma que antaño: primero se cuece al vapor la soja y se tuesta el trigo. Luego se añade el hongo tanekōji y se introduce la mezcla durante unos cuatro días en una sala específica para la elaboración del hongo kōji, donde se deja que se reproduzca para transformarlo en shōyukōji (kōji de salsa de soja).
Pasado ese tiempo, se agrega agua con sal y se introduce todo en unos barreños. La mezcla resultante se denomina moromi. Posteriormente, se deja que fermente y madure más, para luego prensarlo; el caldo obtenido es la salsa de soja. A diferencia del miso, del que se consume todo, en el proceso de elaboración de la salsa de soja se generan ciertos desperdicios y no se puede aprovechar el producto en su totalidad (solo se consume la salsa colada, no el moromi en sí), de ahí que fuera cara y, por ende, un condimento exclusivo de la clase samurái durante el período Edo.
La salsa de soja funciona como bactericida contra los colibacilos. De hecho, la costumbre de echársela al sashimi tiene su origen no solo en el hecho de que le da un sabor mejor al pescado crudo, sino también en la sabiduría popular, ya en otros tiempos, de que ayudaba a mantener el estómago en buen estado.
Así pues, en el período Edo el médico Hitomi Hitsudai explicaba en su libro Honchō shokkan que el hishio ya gustaba en la antigüedad porque equilibraba los cinco sabores (salado, dulce, amargo, picante y ácido) y sentaba bien a los cinco órganos principales del cuerpo humano (el hígado, los pulmones, el corazón, los riñones y el bazo). Resulta curiosa una nota del propio doctor en la que explica que esos cinco sabores entraban al estómago y luego se repartían donde mejor le conviniera al cuerpo. Además, Hitomi pensaba que el hishio ayudaba a aliviar los efectos irritantes y tóxicos de las hierbas medicinales y recomendaba que, cuanto más añejo, mejor. Estas palabras son una prueba de que los japoneses de otro tiempo sabían que el hisio, como, por ejemplo, la salsa de soja, era beneficioso para el estómago y para la salud en general.
La desaparición paulatina de la salsa de soja pura
La mayoría de la salsa de soja que se comercializa en la actualidad se fabrica en serie en el transcurso de varios meses y se elabora con soja sin grasa. La carencia de sabor, aroma, color, etc. se compensa mediante aditivos. Por el contrario, la salsa de soja pura, que se prepara siguiendo el método tradicional, tarda en estar lista entre un año y seis meses, como muy pronto. Si se deja madurar entre dos y tres años, se consigue que el sabor y el aroma sean más suaves.
Algunos maestros con muchos años de experiencia en el sector se quejan de que, bien entrada la posguerra, no podían hacer salsa de soja auténtica, ya que lo que les pedían eran sucedáneos. Los productos baratos que sustituían a la salsa de soja de verdad se asentaron en el mercado durante una larga temporada, de ahí que los fabricantes de las variantes tradicionales no sobrevivieran a la competencia y se vieran obligados a dejar el negocio. Esto, a su vez, se tradujo en la desaparición de las salsas de soja con un sabor propio del lugar donde se elaboraban con tiempo y esmero.
Cuando se trata del sake, por ejemplo, la diferencia de sabor y de aroma se nota enseguida; sin embargo, la salsa de soja no deja de ser un condimento de cocina cuya presencia es menos evidente. Este líquido de color negro no tiene un aspecto delicioso ni despierta el apetito. Por mucho que lleve el mismo tiempo y trabajo de elaboración que el sake, su precio no se encarece, a diferencia del de esta bebida alcohólica. Solo por esto dan ganas de apoyar a un producto tan maltratado.
Hasta hace medio siglo, los productores de sake, miso y salsa de soja se concentraban en los pueblos donde el agua era de buena calidad y, gracias a ella, sus productos tenían un sabor particular. Al igual que el sake de producción local, existían diferentes tipos de salsa de soja en función del clima de la zona en cuestión.
El respeto por la elaboración tradicional
Por suerte, la salsa de soja de producción local está volviendo a cobrar fuerza. Si viajamos por Japón, es posible que encontremos una variante que nos conquiste. Un ejemplo lo tenemos en Ishimago Honten, un almacén dedicado a la producción de salsa de soja local en Yuzawa (Akita), una ciudad de nevadas copiosas. Las cinco salas donde se lleva a cabo la fermentación, así como los archivos, son Propiedad Cultural Tangible. Con un aspecto que recuerda a las construcciones de las eras Meiji y Taishō, tienen el techo alto, tragaluces pequeños, vigas y pilares gordos y robustos y paredes de barro. Desde hace generaciones, moran aquí los microorganismos sin los cuales sería imposible continuar con la elaboración de la salsa de soja: el hongo kōji, el fermento o levadura... Gracias al saber hacer de los maestros y a las materias primas locales, aquí se elaboran miso y salsa de soja siguiendo los métodos tradicionales.
Visitamos el almacén en invierno, la mejor época para hacer sake.
En los almacenes donde se elabora la salsa de soja, rodeados por una gruesa capa de nieve, reina el silencio, un ambiente ideal para los microorganismos que los habitan. Esta tranquilidad la rompe únicamente el sonido que hace el maestro al subir por las escaleras de madera que conducen a la zona donde se hace el moromi. Es imposible saber cuántas veces al día sube y baja estas escaleras con los barreños que contienen el kōji para la salsa de soja a los hombros, puesto que el almacén alberga unos barreños de madera grandes cuya capacidad se acerca a los 5.500 litros. Para elaborar el moromi de la salsa de soja, agrega el kōji y lo mezcla con agua y sal.
Cuando el moromi se prepara a principios de primavera, tarda entre uno y dos veranos en convertirse en la salsa de soja suave. Si se prepara cuando hace frío, los microbios comienzan a moverse paulatinamente a medida que la temperatura va subiendo. La fermentación tiene su apogeo en verano, pero el proceso se calma en otoño, con la bajada de las temperaturas. Al fin y al cabo, lo mejor es dejar que los microorganismos hagan su labor: encomendarse al paso de las estaciones y esperar, sin prisa y sin agobio, a que termine la fermentación.
El kōji, la clave de todo el proceso
Los almacenes carecen de calefacción, incluso en pleno invierno. No obstante, hay dos hogares, o chimeneas tradicionales de carbón, construidos en el suelo de la sala donde se elabora el kōji. La temperatura se mantiene a 30 ºC, la ideal para el hongo kōji. Para ello, se alimenta el fuego tapando las brasas con ceniza de paja.
Hatazawa Kōta, el maestro encargado de la sala donde se elabora el kōji, explica que, pasado un rato desde que se introduce en la sala, la temperatura ambiente sube debido a la fermentación. Al cabo de unas dos horas y media, vuelve para comprobar si hace mucho calor. En caso de que sea así, abre un poco la ventana y deja que se enfríe. Afirma que tiene que estar atento, dado que se trata de un ser vivo. Si se deja sin vigilar, el hongo kōji puede morir por el calor excesivo que él mismo desprende. Por ello, es imprescindible que el maestro se valga de su maña para controlar la temperatura. Ahí es donde puede lucirse.
Así pues, el quid de la fermentación es, única y exclusivamente, el kōji. Consecuentemente, hay que comprobar qué aspecto tiene y meter la mano para tocarlo. Como parte de este proceso, se hacen olas desiguales en la superficie del kōji, lo que disipa el calor. Dado que hace más calor en la parte superior de la sala que en la zona cercana al suelo, es necesario ir cambiando de lugar los recipientes que contienen el kōji, denominados kōjibuta. Se apilan y se colocan en función de la temperatura.
Después de todo este delicado proceso a mano, al cuarto día el moho del kōji, que tiene un color verde claro, cubre toda la soja. En palabras de los maestros, al kōji de la salsa de soja “le han salido flores”. Esto significa que pueden quedarse tranquilos.
Si se automatiza el control de la temperatura, todo queda en manos de las máquinas. Este proceso es mucho menos laborioso y garantiza el éxito casi con toda seguridad. Sin embargo, se pierde algo importante: el orgullo de los maestros y el agradecimiento que estos sienten cuando hacen bien su trabajo. Si pensamos en este aspecto, merece la pena replantearse el valor de la salsa de soja elaborada según el método tradicional.
Texto: Mutsuta Yukie.
Imágenes: Ōhashi Hiroshi.
Imagen del encabezado: Almacén donde se guarda el moromi. Cuando se vierte el kōji de la salsa de soja en los barreños de gran tamaño, llenos de agua con sal, el moho del kōji se levanta.
(Traducción al español del original en japonés)