Shiina Michizō: el alcaide que infundía confianza y respeto a sus reclusos
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A las 11.58 de la mañana del 1 de septiembre de 1923, repentinamente, una brutal sacudida echó por tierra los muros de ladrillo de la Cárcel de Yokohama, que, con una altura de cinco metros, describían un cuadrilátero de 300 x 260 metros. Era el Gran Terremoto de Kantō, que dejaría un total de 105.000 víctimas mortales y desaparecidos.
Reclusos que, lejos de huir, colaboran en las tareas de rescate
La instalación penitenciaria albergaba a 1.100 reclusos que en aquellos momentos se repartían entre los talleres, los pabellones de celdas ordinarias y el de enfermos, todos herméticamente cerrados. Los edificios, todos de madera, iban cediendo a las insistentes sacudidas y comenzaban a derrumbarse. Poniendo en juego sus vidas, los carceleros responsables de cada sección fueron abriendo las puertas de talleres y celdas, y reuniendo a los reclusos en el patio. Mientras corrían de los edificios al lugar designado, los reclusos miraban incrédulos el panorama. Los muros exteriores se habían derrumbado, dejando ver las casas al otro lado. A quien quisiera huir, le resultaría muy fácil hacerlo. El alcaide, Shiina Michizō, de 36 años, que se las había arreglado para salir del edificio central poco antes de que se viniera abajo, quedó impactado al ver con sus propios ojos que quedaba ya muy poco de lo que había sido una cárcel. Al otro lado de los gruesos pero ya derruidos muros podía verse un tranvía descarrilado que había quedado en una posición inverosímil. Aunque su primera preocupación fue la integridad física de empleados y reclusos, enseguida pensó también que debería resignarse a sufrir un alto número de evasiones.
Cuál no sería su sorpresa cuando, 30 minutos después, fue informado por uno de sus subordinados de que no se había constatado ni una sola evasión. Ni un solo preso huido. Muy por el contrario, pese a que seguían produciéndose réplicas del sismo, se veía que la mayor parte de los presos estaba colaborando en las tareas de rescate de los guardas y compañeros de prisión que habían quedado atrapados bajo los escombros. Shiina se sintió embargado por la emoción.
Hacia las dos de esa tarde, con el viento que se había levantado, el incendio declarado en las viviendas de los trabajadores de una empresa eléctrica vecina comenzó a extenderse a la prisión. La bomba de agua y el resto del instrumental antiincendios estaba bajo los escombros y resultaba imposible recuperarlo. Los empleados de la prisión y los reclusos colaboraron recogiendo colchones, documentos, material médico y otros objetos valiosos y poniéndolo todo en un lugar protegido del fuego, tras lo cual se pusieron a salvo ellos mismos y esperaron a que se apagara el fuego. Una negra humareda se cernía sobre el cielo de Yokohama, dando idea de la extensión que habían cobrado los incendios en una ciudad portuaria internacional donde abundaban los depósitos de carbón para abastecer a los barcos y los tanques de aceite de quemar.
Liberar a los reclusos, una heroica decisión
Shiina decidió recurrir a la figura de la “liberación” (kaihō) prevista en la Ley de Instituciones Penitenciarias, una medida de seguridad excepcional según la cual, ante un evento como un gran desastre natural, en caso de que no fuera posible evacuar a los reclusos dentro de la cárcel ni transferirlos a otro lugar seguro, el alcaide estaba autorizado para abrirles las puertas y permitir que se marchasen tras haberles exigido que se presentasen ante la autoridad en un plazo de 24 horas. Posiblemente sea una disposición humanitaria existente solo en Japón. Su origen histórico se remonta al siglo XVII, en concreto al Gran Incendio de la era Meireki (1657), que destruyó la ciudadela que constituía el núcleo del castillo de Edo (actual Tokio) y se extendió por la ciudad, causando la muerte de 108.000 personas. En aquella ocasión, para evitarles una muerte segura a los más 300 ocupantes de la cárcel de Kodenmachō, a la que se habían extendido las llamas, el responsable de la política carcelaria de la época decidió liberarlos a condición de que se presentasen en el templo Renkeiji del barrio de Shitaya.
A las 6:00 de la tarde, Shiina congregó a los más de 900 reclusos que podían valerse por sí mismos. Para entonces se había confirmado ya la muerte de 38 y había 60 heridos, 10 de ellos muy graves. Desde una tarima, Shiina se dirigió a los congregados: “Os agradezco de todo corazón que, en una situación como esta, ninguno de vosotros haya huido, y que todos os hayáis esforzado en las labores de rescate y en otras tareas de emergencia. A la confianza que nos habéis demostrado vamos a responder nosotros con la misma confianza. Desde este momento os declaro libres. Será una libertad provisional. Es de temer que muchos ciudadanos, incluyendo entre ellos a vuestras familias, estén atravesando momentos durísimos. Tratad de comprobar el estado de vuestras familias, haced cuantas buenas acciones podáis y volved mañana para esta hora”. Dicho lo cual, los liberó.
Regresan todos sin excepción
Ataviados con uniformes de color naranja que delataban su condición, los reclusos dejaron atrás los terrenos de la cárcel. Durante las primeras 24 horas regresaron algo más de 500. Conforme iban volviendo, los reclusos fueron enviados al puerto, a requerimiento del gobernador provincial, para que ayudasen en las operaciones de descarga de los materiales de socorro que llegaban en barcos. Casi todos los reclusos cooperaron en la creencia de que era una forma de expiar sus culpas. Era un trabajo peligroso, pues los muelles habían quedado muy dañados por el terremoto. Para los vecinos del área, contemplar a aquellos reclusos realizando la difícil labor fue motivo de sorpresa y de agradecimiento.
Según un viejo dicho, un hombre superior es capaz de sacrificar hasta su propia vida por alguien que sabe apreciar su valía. Shiina estaba al tanto de los delitos cometidos por todos sus reclusos, de su trasfondo, de sus circunstancias familiares y siempre sabía dirigirse a ellos con la palabra adecuada. Para un recluso, el simple hecho de que al ser llamado su nombre se pronunciase correctamente era ya emocionante. Shiina creía firmemente que las penas se imponían no a modo de venganza, sino con una intención educativa, y que el sistema penitenciario debía fundamentarse en la filantropía y la mutua confianza. Por ello, era querido y respetado por sus reclusos. Y cuando se habló de participar en las labores de descarga, todos se aprestaron a colaborar voluntariamente en señal de gratitud.
Posteriormente, cerca de la mitad de los reclusos fueron trasladados en un buque de guerra a la prisión de Nagoya. Muchos vecinos de Yokohama salieron al muelle a despedirles y a darles las gracias por su colaboración en la descarga.
El número exacto de los reclusos liberados aquel día fue de 934. Para mediados de septiembre, cuando se realizó el segundo trasladado, habían regresado 694. Faltaban, pues, 240. A Shiina le preocupaba que alguno de ellos pudiera haber sido víctima de las numerosas acciones violentas que, a raíz del terremoto, protagonizaban las patrullas civiles de vigilancia, y que costaron la vida de muchas personas. Pero sus preocupaciones pronto se disiparon, pues se confirmó el regreso de otros 176 reclusos liberados a Yokohama y de los últimos 64 a otras prisiones, con lo que pudo constatarse así que todos habían sobrevivido y se habían presentado en cumplimiento de su promesa.
Pero el cataclismo dio origen a muchas tragedias. En una época en la que todavía no existía la radio, proliferaban rumores y habladurías. Entre las falsedades que se propalaban, y que llegaron a ser publicadas en periódicos de Kansai, Tōhoku y otras regiones, estaba la de que los reclusos de la cárcel de Yokohama se habían apropiado de las armas de sus cuidadores e iban por la ciudad robando, violando y cometiendo todo tipo de desmanes. Estas informaciones falsas, que nunca fueron corregidas, siguen estando a disposición del lector en las versiones reducidas de periódicos antiguos que se conservan en las bibliotecas, adquiriendo así categoría de “hechos históricos”. Por el contrario, del gran servicio que hicieron los reclusos descargando artículos en el puerto no se informó en absoluto.
La cárcel, una institución con 150 años de historia en Japón
Las primeras cárceles japonesas instaladas en edificios sólidos y fiables datan de la era Meiji (1868-1912). Hasta esa fase histórica, los castigos que se imponían eran la pena de muerte, el destierro a lejanas islas previa confiscación de bienes, el apartamiento del lugar de residencia con prohibición de regreso, el arresto domiciliario, la flagelación y el tatuaje, pero para ninguno de ellos era necesario disponer de este tipo de instalaciones de confinamiento. Las instalaciones del estilo de la referida cárcel de Kodenmachō pueden considerarse precedentes de los actuales kōchisho o centros de detención. Con las reformas introducidas por el nuevo Gobierno de la era Meiji, Japón comenzó a adoptar una legislación y una arquitectura penitenciaria similares a las europeas. Los castigos penales pasaron a clasificarse en alguna de las grandes categorías: pena capital, penas privativas de libertad, penas pecuniarias, etc., y las prisiones se hicieron también al estilo occidental, con módulos o alas dispuestos radialmente y talleres para realizar trabajos forzados.
Los trabajos forzados como castigo penal comenzaron en la isla de Ishikawa (bahía de Tokio) en 1790, en una instalación llamada ninsoku-yoseba (literalmente, de peones) donde se reunía a los condenados por delitos leves que habían sido tatuados o flagelados y a los vagabundos. Allí, se les daba algún tipo de capacitación en carpintería, albañilería o en alguna modalidad de artesanía (zapatería, cestería, etc.) y, en el momento de su puesta en libertad, se les prestaba una cierta cantidad de dinero para iniciar una nueva vida, es decir, que era una instalación penitenciaria concebida para la rehabilitación.
Una comunicación cada vez menos fluida
Desde hace unos 50 años, en casi todas las cárceles japonesas se ha tratado de inculcar en los reclusos el respeto hacia la legislación y, para ello, su funcionamiento se ha regido por la máxima del “mantenimiento de la ley y el orden”. A fin de tenerlo todo bajo control, se insiste en que los reclusos cumplan el reglamento a rajatabla hasta el menor detalle. Sin embargo, en los últimos años las cosas están cambiando debido al descenso de la población reclusa y los cambios en sus características. La mayor proporción de personas mayores ha obligado a introducir espacios similares a los de una residencia de ancianos, y el modelo de cárcel-taller para obtener una capacitación profesional ha entrado en declive ante la reducción del número de reclusos que, por su perfil, podrían beneficiarse del mismo.
Sí, por una parte, hace 20 años se construyeron cuatro nuevas cárceles con participación del sector privado, por la otra, cárceles con gran solera han cerrado sus puertas debido al agudo descenso en el número de reclusos. Hay, además, un aspecto preocupante: el descenso en el nivel de competencia profesional del personal en su función correccional, debido, en parte, a que la automatización de las funciones internas de seguridad ha hecho menos intensa su comunicación con los reclusos.
Las relaciones humanas que se entablan en las cárceles, instituciones gestionadas por organizaciones fuertemente jerarquizadas, son de dos tipos. Por una parte, la relación vertical entre los empleados; por la otra, las relaciones entre empleados y reclusos. Si la organización se hace más rígida, las relaciones se hacen más conservadoras y se prioriza ante todo seguir los modelos establecidos. Hoy en día, un alcaide no tiene prácticamente ninguna oportunidad de contactar directamente con los reclusos. Y algo parecido ocurre entre los alcaides y el resto del personal, pues se dice que aquellos ya apenas discuten nada con sus subordinados.
Pero lo que más preocupa es el trato entre reclusos y el personal de prisiones. Sin confianza mutua, no es posible establecer una buena comunicación. Creer en los reclusos, como hizo Shiina, es condición previa para que los reclusos crean también en sus cuidadores. Y no son meras palabras: es la pura verdad. Aunque sea difícil en el caso de alcaides y otros altos cargos, que están sometidos a traslados periódicos, para el resto del personal, que por la naturaleza de su trabajo está en una posición similar a la del personal docente, es esencial tratar a los reclusos con modestia y mantener un comportamiento ejemplar para ser vistos con confianza y respeto. Porque no habrá que decir que en la base de toda la administración penitenciaria siempre debe haber una robusta relación de confianza.
(Traducido al español del original en japonés. Fotografía del encabezado: Alocución de Shiina Michizō, a la derecha, a los reclusos al ser trasladados a la cárcel de Nagoya. Fotografías del autor del artículo.)