Hacer otras cosas para aprender japonés
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Un viaje fortuito
Mi primer viaje a Japón fue fruto de la casualidad. A medida que se acercaba el final de mi Licenciatura en Historia Occidental, me di cuenta de que tenía que decidir qué sería lo siguiente que haría, así que un día me acerqué a la oficina de orientación profesional de la universidad; fue allí donde vi un folleto que hablaba sobre "enseñar inglés en Japón". Me pareció una buena idea, una oportunidad de hacer algo diferente y aplazar por un tiempo la toma de decisiones. Entonces, eché la solicitud, pasé la entrevista y, unos meses después, fui a parar a la ciudad de Iwakuni, en la prefectura de Yamaguchi, donde empecé a enseñar inglés en una escuela secundaria de Comercio como parte del Programa de Intercambio y Enseñanza de Japón (JET).(*1)
Fueron dos años maravillosos; sin embargo, cuando llegué a Japón, apenas hablaba el idioma. Aunque me compré un par de libros de texto de japonés antes de subirme al avión, a todos los efectos era prácticamente analfabeto y mudo. En las aulas esto no suponía un problema grave, ya que tuve la suerte de dar con unos compañeros excelentes, en mi ciudad y fuera de ella, que ejercían de intermediarios con los estudiantes y me protegían de convertirme en víctima y verdugo de mis peores errores. Con todo, al terminar las clases, tenía que apañármelas solo, así que no me quedó otro remedio que aprender japonés.
Mi problema era que nunca había sido un buen estudiante de idiomas. Se necesita mucha paciencia para aprender una lengua, mucha más que para la mayoría de las cosas que uno ha de hacer en esta vida, pero yo no me caracterizaba precisamente por ser una persona paciente. Además, era la primera vez que estaba en Asia, así que me parecía que había un montón de cosas más interesantes que practicar cómo dar direcciones para llegar a un salón de belleza (eso era una de las cosas que se aprendía con mis libros de texto): hacía deporte en varios clubes, visitaba a amigos que vivían en otras ciudades, viajaba por las diferentes islas que conforman Japón... y disfrutaba, cómo no, de las maravillas de la comida y las bebidas japonesas.
Al final fue esto último lo que más me ayudó. Cuando uno quiere aprender un idioma, lo más efectivo, aunque doloroso, es la inmersión. Pasaba todos los días de ocho de la mañana a cinco de la tarde rodeado de profesores y estudiantes que hablaban en japonés; pronto me di cuenta de que en ciertas situaciones usaban una serie de sonidos que, a mi parecer, resultaban en una determinada respuesta. Por eso, decidí seguir los pasos de mi padre, que era muy bueno imitando, y poco a poco fui utilizando esos mismos sonidos, con los que creía que obtendría el efecto deseado.
En clase, por el contrario, iba con un poco más de cuidado. Jugar al baloncesto o practicar judo facilitaba las cosas; sin embargo, era por las tardes cuando parecía que las ‘barreras de la cautela’ desaparecían: tenía que hablar japonés si quería pedir algo de comer o de beber, charlar con el que estuviera detrás la barra, o aprender más sobre la ciudad. Y eso fue precisamente lo que hice. Disponía de un vocabulario limitado y de una gramática terrible, pero después de un par de cervezas parecía importar poco. Al menos, mi pronunciación era aceptable, o eso pensaba yo. Aunque lo que decía no tuviera mucho sentido, reflexionaba en voz alta mientras bebía sake a sorbos; quizás mis palabras sonaran a japonés.
"Hacer para aprender"
Pasados dos años, me fui de Iwakuni sin haberme leído los libros de texto. No obstante, quería saber más sobre Japón, para lo cual debía mejorar mi japonés. Decidí apuntarme a clases de lengua, primero en Tokio y después en Seattle; fue entonces cuando me di cuenta de que todavía era un mal estudiante. Resultó que las combinaciones de sonidos que había estado utilizando apenas significaban lo que yo había dado por sentado. Además, a menudo hablaba yamaguchi joshikōben, la jerga local de las estudiantes de Yamaguchi. Memorizar gramática y vocabulario seguía sin parecerme interesante; había mejorado un poco, pero aún no era lo que se dice paciente.
Al final, lo que me ayudó con el japonés fue "hacer para aprender", como cuando empecé. En Seattle me dediqué a leer relatos cortos de Murakami Haruki y a traducir a Murakami Yasusuke(*2), mientras que en California recurrí a fuentes de información históricas: periódicos del Japón de la posguerra, clásicos chinos, en su lectura japonesa, de principios de la era Meiji (1868-1912), sōrōbun(*3) y documentos del Shogunato Kamakura (1185-1333). Poco tiempo después, volví a Japón, donde investigaba en bibliotecas y hablaba con compañeros que a día de hoy siguen ayudándome en mi labor académica.
Hace dos años, el Programa JET cumplió su vigésimo quinto aniversario, y lo celebraron con un simposio en Tokio; no sé muy bien por qué, pero me invitaron a participar. Tal ocasión me brindó también la oportunidad de volver a Yamaguchi y agradecerles a mis amigos de allí todo lo que habían hecho por mí. Cuando hablo en japonés formal no me siento tan seguro de mí mismo como debería. De hecho, lo que leí en el simposio me lo tradujo un amigo. En los izakaya (taberna o tasca de estilo japonés), sin embargo, estaba como un pez en el agua. Creo que no lo hice mal en ambas situaciones; puede que lo que dije incluso tuviera sentido.
La fotografía principal fue tomada en el Museo de Arte Taro Okamoto, en Kawasaki. Lockyer ha escrito sobre Okamoto y su relación con la Expo de Osaka de 1970.
(Artículo escrito el 10 de mayo de 2013 y traducido al español del original en inglés)
(*1) ^ Programa JET comenzó en 1987 gracias a la cooperación de los gobiernos de las naciones participantes en el mismo. En julio de 2012, el Programa contaba con 4.360 participantes de 40 países.
(*2) ^ Famoso economista japonés (1931-1993). Murakami Yasusuke fue director del Centro para la Comunicación Global de la Universidad Internacional de Japón.
(*3) ^ Textos literarios japoneses antiguos que difieren totalmente del japonés hablado.