Condimentos de Japón: ‘Kurozu’ o vinagre negro
Guíade Japón
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La imagen que se tiene a menudo de las bacterias no es nada positiva: dan miedo, ensucian y representan un peligro. Sin embargo, la cocina japonesa sería sumamente insípida de no ser por una de ellas, el moho.
Cuando hablamos de bacterias importantes en la gastronomía nipona, no podemos olvidarnos de la estrella de estos microorganismos: el hongo kōji, también conocido como Aspergillus oryzae o Nihon kōjikabi.
El kōji, autóctono de Japón, viene empleándose en la elaboración de condimentos fermentados como el miso, la salsa de soja, el sake, el vinagre y el mirin desde tiempos antiguos. Su importancia es tal que, en 2006, la Sociedad Japonesa de Fermentación decidió denominarlo bacteria nacional sobre la premisa de que la fermentación no existiría si no fuera por el Aspergillus oryzae.
El kōji, que se adhiere a las espigas de arroz, forma parte de la vida cotidiana del pueblo nipón desde hace más de mil años. Sin esta bacteria tan útil, las amas de casa japonesas no habrían podido elaborar, por ejemplo, ni miso ni doburoku (sake sin filtrar ni pasteurizar).
Elaboración natural en una urna
Se cree que el vinagre es uno de los condimentos fermentados de mayor antigüedad. De hecho, está presente en la naturaleza y solo hubiera bastado con que el ser humano saliera a los bosques en busca de líquidos ácidos para encontrarlo. Sin embargo, su elaboración dista de ser fácil.
De ello dan cuenta en Fukuyama (prefectura de Kagoshima), donde llevan haciendo su propio vinagre desde hace unos doscientos años; es de arroz, se prepara en vasijas y se lo suele conocer como kurozu; esto es, vinagre negro.
A simple vista, parece café. De hecho, tiene un sabor tan ácido y fuerte que dan ganas de aguarlo, aunque adquiere un gusto relativamente dulce cuando se deja madurar uno o dos años. En Fukuyama no solo lo usan como condimento, sino también como remedio casero, y cuentan que se vendía mucho en época de resfriados.
El lugar donde se elabora el vinagre no deja indiferente a quien lo visita: no hay una fábrica como tal, sino que nos encontramos con decenas de miles de vasijas negras alineadas en una colina con vistas al mar y en la que da mucho el sol. El vinagre se hace por sí solo si se pone kōji, arroz cocido al vapor y agua en una vasija y se deja expuesta a la luz solar.
Por norma general, cuando se elabora vinagre, primero se hace sake; posteriormente, se le añaden acetobacterias y se deja que la fermentación siga su curso. En este caso, hay siempre una persona encargada de controlar tanto las bacterias que se emplean como la temperatura a la que se fermenta.
Un trabajo para las bacterias
La elaboración del vinagre negro en estas vasijas corre íntegramente a cargo de la naturaleza. Así pues, estos recipientes de unos 60 centímetros de alto y cuerpo abultado hacen las veces de fábrica. Veamos cómo es el proceso.
Fukuyama se encuentra en la zona más al fondo de la bahía de Kinkō y está rodeada de colinas en tres de sus lados, mientras que el cuarto da a las tranquilas aguas del mar. La temperatura media oscila entre los 18 y los 19 grados centígrados, de ahí que se trate de un lugar templado en el que ni siquiera caen heladas en invierno. Además, hay agua pura en abundancia. En definitiva, cumple todos los requisitos naturales para la elaboración de vinagre.
La preparación comienza en primavera, con la llegada del mes de abril. Para ello, se introduce en las vasijas una mezcla de kōji, de color verde claro, arroz cocido al vapor y agua. Por último, se coloca una capa del hongo en la parte superior para cubrirla por completo.
Al cabo de un mes, empiezan a notarse los efectos de la fermentación, perceptibles por el ruido de los pequeños estallidos que se producen en el interior de las vasijas y por el aroma a sake. A los tres meses, ese olor es ya a vinagre. La fermentación varía en función de la vasija, pero una señal de que ya hay vinagre es que la capa de kōji que flotaba en la parte superior ha descendido.
Sin embargo, no basta con preparar las vasijas, ya que una persona tiene que comprobarlas a diario para garantizar que el vinagre resultante es de calidad. Su labor consiste en poner la oreja en la superficie de los recipientes para escuchar cómo va la fermentación y en quitarles la tapa para comprobar el color y el grado de transparencia del líquido que contienen. Además, lo cata, para cerciorarse del sabor, y lo olfatea con el objetivo de constatar los cambios sutiles en el olor.
Según esta persona, hay bacterias buenas y malas que luchan en el interior de las vasijas, y la elaboración del vinagre es posible cuando ganan las primeras. Utiliza una vara de bambú para revolver la mezcla y permitir que llegue el aire a las acetobacterias. En caso de que todo apunte a que las malas van a imponerse, añade de inmediato una cantidad importante de vinagre de calidad para facilitar el trabajo de las buenas. La destreza de los artesanos que se dedican a esta labor se mide por su capacidad de sacar adelante un producto rico incluso cuando no parece que vaya a ser así.
El proceso que tiene lugar en el interior de las vasijas es como una carrera de relevos: primero, el kōji se come el almidón del arroz cocido al vapor y las enzimas hacen que el líquido se vuelva dulce. A continuación, llega el turno de la levadura, que transforma la dulzura en alcohol y gas carbónico. Después, aparecen las acetobacterias, que tornan el alcohol en vinagre. En resumidas cuentas, hay algo dulce que, si todo sale bien, se convierte de forma natural en sake y, este, a su vez, en vinagre. Los microbios desaparecen naturalmente cuando se quedan sin el alimento que les corresponde.
Las vasijas típicas de este proceso de elaboración, amantsubo en japonés, siguen siendo las mismas que antaño. No se pueden usar ni más pequeñas ni más grandes: si tienen mucha capacidad, no mantienen la temperatura necesaria para la fermentación. Si les falta espacio, se calientan demasiado y no se produce el vinagre. Por increíble que resulte, los recipientes heredados de las generaciones anteriores tenían el tamaño idóneo para que la naturaleza siguiera su curso.
Al atardecer, las hileras de vasijas que reposan sobre el campo se asemejan a un grupo de budas de piedra. En este paisaje, completamente inmóvil, nace el vinagre, resultado de que la vida vaya brotando en proporciones astronómicas. Podemos sentirnos agradecidos por la existencia de las bacterias que llevan haciendo esta labor durante miles de años.
Texto: Mutsuta Yukie
Imágenes: Ōhashi Hiroshi
Imagen del encabezado: Hileras de vasijas negras en un campo de Fukuyama (prefectura de Kagoshima). Cada recipiente es una pequeña fábrica de vinagre en la que el ser humano solo interviene durante la fase de preparación; el resto del proceso depende íntegramente de la naturaleza.
(Traducción al español del original en japonés)