Consejos para afrontar las dificultades de la vida
¿Por qué dejamos de escuchar a nuestro corazón?
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¿Por qué se cierra la tapa del corazón?
Muchas de las personas que acuden a mi consulta me comentan que no se conmueven con ninguna actividad ni experiencia y que no se sienten vinculados con aquello que hacen. Sentir que todo nos es ajeno resulta muy anodino. Para recuperar la capacidad de sentir con profundidad y la sensación de vivir en primera persona, hay que empezar por prestar el oído al corazón.
Sin embargo, no son pocos los que se sienten confusos ante un consejo como el que acabamos de mencionar, ya que no saben qué hacer con su vida ni reconocen la voz del corazón. Se quedan perplejos porque llevan años manteniendo herméticamente cerrada la tapa que separa la mente del corazón (véase el artículo anterior de esta serie), y por eso no han escuchado esa voz interior en mucho tiempo. Pero ¿qué les llevó a cerrar la tapa?
El corazón es el lugar donde habitan las emociones y las sensaciones. Las personas que cerraron la tapa seguramente vivieron, en algún momento, una experiencia en que la expresión de una reacción emocional les causó algún inconveniente. Ese es el cuadro típico que conduce a la reclusión emocional. Veamos, pues, cuáles pueden ser esos inconvenientes que derivan de mostrar las emociones abiertamente.
Dos tipos de emociones
Debemos ser conscientes de que aquello que conocemos como emociones no siempre proviene del corazón. Para mayor complicación, casi todo lo que consideramos “emocional” procede en realidad de la mente.
La mente es como una computadora que intenta controlar la realidad ponderando pros y contras, comparando y realizando simulaciones. Así pues, todas las emociones que se originan a partir de dichas funciones proceden de la mente. La ansiedad y el arrepentimiento, que se forman a partir de simulaciones del futuro y del pasado, son el paradigma de este tipo de emociones. También las que se basan en la ambición, como la satisfacción de que la realidad cumpla nuestras expectativas o la frustración de que no las cumpla, surgen de la voluntad de control de la mente. Incluso el complejo de inferioridad y el de superioridad, la envidia y el desprecio, que surgen de compararnos con los demás, radican en la mente.
En este artículo llamaremos emociones superficiales a aquellas emociones que proceden de la mente, y que son muy distintas de las emociones profundas, que se originan en el corazón. Simplificando, las que provienen del corazón son cuatro: la alegría, la ira, la pena y el placer. Siendo el corazón el lugar donde reside el amor, estas cuatro emociones son variaciones de ese sentimiento.
Cuando nos topamos con las malas intenciones de alguien que pretende controlarnos o imponernos su ego, nuestro corazón reacciona lanzando un misil interceptor, que es la indignación. Ante una situación trágica o lastimosa, en cambio, se nos genera una pena que deriva de la compasión. Cuando el corazón reacciona ante algo que rebosa vitalidad, nos produce alegría y diversión. Todos estos fenómenos entrañan emociones profundas.
El pozo de las emociones
Si la tapa del corazón está cerrada, las emociones que este genera no tienen por dónde salir y se van acumulando dentro, en un orden determinado. El gráfico de la derecha ilustra esta situación.
En el interior del corazón existe un pozo donde se amontonan las emociones, y lo hacen en el orden siguiente (de más cercano a la tapa a más lejano): ira, pena, alegría y placer. Ese orden es un factor clave que he descubierto a lo largo de años de experiencia clínica.
Lo que debemos tener en cuenta es que las emociones negativas —ira y pena— suelen hallarse cerca de la tapa, mientras que las positivas —alegría y placer— están más al fondo.
Mientras la ira y la pena se mantengan arriba, la alegría y el placer no pueden salir al exterior. De ahí que la máxima de “valorar las emociones positivas y no dejarse controlar por las negativas”, que postulan los libros sobre desarrollo personal, no sea más que un ideal inalcanzable. Ese tipo de ideas erróneas se han difundido en los últimos años porque muchos no distinguen debidamente entre la ira superficial, que procede de la mente, y la ira profunda, que nace del corazón. La ira y la pena son también manifestaciones del amor; tildarlas simplemente de emociones negativas constituye un grave error.
La representación de las emociones profundas
La premisa de que las emociones profundas que proceden del corazón son expresiones del amor se refleja claramente en la simbología de las esculturas budistas e hinduistas.
La ira budista que surge como reacción a la imposición de la ambición y el ego ajenos se representa en la forma de deidades myō-ō como la de la fotografía de abajo.
La compasión budista ante la debilidad y la miseria se ilustra mediante la figura del Bodhisattva.
La alegría y el placer se ven reflejados, por ejemplo, por la figura del dios Shiva del hinduismo, que baila al son de la música.
Esta representación de las emociones en las deidades y figuras budistas de la antigüedad apoya también la idea de que todas las emociones que proceden del amor —la ira, la pena, la alegría y el placer— deben respetarse, sin discriminación.
Sin embargo, si no distinguimos entre las emociones superficiales y las profundas, erramos al considerar que la ira y la pena más hondas son negativas y deben reprimirse. Esta confusión es, en casi todos los casos, la causa de que las personas cierren la tapa que conecta la mente con el corazón.
El sentido de la ira
La mayoría de los pacientes que acuden a mi consulta y tienen la tapa del corazón cerrada se criaron en hogares en que los padres expresaban constantemente ira superficial. Para ellos la ira es algo aborrecible en general y están convencidos de que su propia ira interior es una parte negativa de sí mismos; por eso se prohíben experimentar no solo la ira superficial, sino también la profunda. De ahí, también, que tengan la tapa del pozo de las emociones cerrada tan herméticamente.
Como observamos en el gráfico anterior, cerrar la tapa del pozo emocional no solo bloquea la salida de la ira, sino que provoca la represión de todo el conjunto de las emociones que proceden del corazón, que son las más importantes para la persona.
Si las emociones profundas que manan del corazón se estancan, nada que hagamos o experimentemos puede conmovernos, por lo que dejamos de sentir la alegría de vivir. Este mecanismo desencadena un estado de despersonalización en el que no nos sentimos vinculados con nuestras acciones, nos parece que un fino velo nos separa de todo lo que sucede y vemos el mundo exterior como si de una presentación de diapositivas se tratase.
La solución para salir del estado que acabamos de describir es abrir la tapa del corazón. Y la clave para lograrlo es, como mencionábamos antes, corregir el concepto erróneo que tenemos de esa ira que se acumula en la parte superior del pozo emocional. Debemos ser conscientes de que aquello que nos hizo sufrir en el pasado fue la “ira superficial” que emitían nuestros padres, pero que la “ira profunda” es algo maravilloso y constituye una manifestación del amor.
Debemos, no obstante, evitar un malentendido: abrir la tapa del corazón para liberar la ira profunda no significa arrojar esa ira sobre los demás y sobre lo que nos rodea. Lo importante es reconocer con la mente las emociones que brotan del corazón tal y como son, para que esa mente que gestiona nuestras interacciones sociales juzgue detenidamente si resulta adecuado exteriorizar la ira con palabras o acciones.
Es cierto que las emociones profundas que no se exteriorizan carecen de vía de escape y pueden generar frustración. Cuando eso sucede, una buena solución es ponerlas por escrito. Plasmarlas en papel, en lugar de quedárnoslas dentro, de buen seguro nos brinde un alivio considerable. Los escritos que surjan de tal práctica no deben compartirse con nadie, y aconsejo compilarlos en algo que llamo “el cuaderno para verter el corazón”.
En la fuerza motora que ha permitido a la humanidad, durante su larga historia, reformar los sistemas sociales para abolir convenciones injustas, como la discriminación y el maltrato, se ha hallado siempre la ira profunda que nos surge ante la maldad. Sin embargo, entre nosotros prolifera la convicción irreflexiva de que “no enfadarse es algo bueno”.
Reprimir la ira profunda nos sume en un estado de castración psicológica que nos aleja de la alegría de vivir; es más, nos despoja de la capacidad de oponernos a lo injusto e irrazonable, haciéndonos cómplices de que la maldad reine en el mundo. Por eso es hora de que todos cambiemos nuestro concepto de qué significa en realidad la ira profunda.
(Tercer artículo de una serie mensual de cuatro entregas)
Ilustración del encabezado: Mica Okada