Consejos para afrontar las dificultades de la vida
Cuando no sabemos qué queremos en la vida
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Las preocupaciones “apáticas” se multiplican
En estos últimos años está creciendo de forma exponencial el número de personas que no saben qué quieren hacer con su vida o cómo quieren ser en el futuro. Si se les pregunta qué les gusta y qué no les gusta, estas personas suelen admitir que no lo tienen claro porque tampoco se lo han planteado en profundidad.
Hasta hace veinte o treinta años, la gente tenía preocupaciones que entrañaban cierta pasión, basadas principalmente en la frustración de no obtener lo que anhelaban, como el deseo de ser comprendidos por sus padres, la sensación de inferioridad al no alcanzar ciertas metas o el deseo de obtener el reconocimiento de los demás. De un tiempo a esta parte, sin embargo, veo proliferar un tipo de preocupaciones mucho más “apáticas”. Cabe preguntarse qué es lo que ha provocado tal cambio.
Las personas que se plantean ese nuevo tipo de dudas comparten ciertos factores en su trayectoria vital: se criaron con unos padres muy involucrados en su educación que les llenaron la agenda de actividades extraescolares y academias preparatorias, y luego se limitaron a seguir por el camino que se les había marcado. Cuando se enfrentan a la elección de una vía académica o una profesión, o a algún otro obstáculo, es cuando, por primera vez en la vida, se percatan de su falta de motivación. Son como una carretilla sin motor que se mueve solo por inercia y se encalla con la primera piedra que encuentra en el camino.
El fin de la motivación voraz
Podríamos afirmar que las preocupaciones “intensas” que abundaban antaño eran el producto de una época en que el motor de la gente era una motivación voraz. Dicha motivación fue nuestra principal fuerza motora desde los albores de la humanidad hasta hace muy poco. Las personas solían poner todo su empeño en lograr una vida más segura, más cómoda y más abundante, y poco a poco lo fueron consiguiendo. Esa motivación, además, iba acompañada de preocupaciones candentes.
No obstante, en los últimos años el devenir de la humanidad se ha topado con una nueva situación. Con la llegada de la era del bienestar y la saciedad, especialmente en los países industrializados, empezó a desarrollarse rápidamente una sociedad altamente informatizada. El cambio nos ha aportado comodidad y bienestar pero, paradójicamente, nos ha condenado a una situación de estancamiento y pérdida de objetivos vitales. En esta era que no propicia una motivación ávida, las preocupaciones de las personas han virado paulatinamente hacia la cuestión existencial de la pérdida del sentido de la vida. Eso es lo que yace tras el fenómeno del “enfriamiento” de las preocupaciones humanas.
Un camino marcado desde la cuna
Los padres de hoy, que crecieron en la época de la motivación ávida, siguen rigiéndose por el sistema de valores con el que se criaron; muchos se dedican en cuerpo y alma a la educación precoz de sus hijos, con la intención de asegurarles un futuro de éxito social y económico.
Abundan por doquier los centros de educación prescolar y academias preparatorias, y la mayoría de los niños tiene una agenda diaria tan apretada que haría sombra a la de un ejecutivo. Hasta en los días de descanso se les programan visitas a instalaciones que les organizan el ocio. Los pequeños de hoy día no tienen tiempo libre de verdad.
Los niños han de tener tiempo sin planificar para que el aburrimiento los lleve a buscar formas de entretenerse y estimule su curiosidad. Arrebatarles ese tiempo los convierte en seres pasivos. Facilitarles herramientas “útiles” para matar el tiempo, como los videojuegos y los teléfonos inteligentes, solo contribuye a sofocar su iniciativa.
Privados de espacio para evaluar qué quieren hacer y qué no, atosigados por los estudios y las actividades, y rodeados de herramientas artificiales, los niños no escuchan su voz interior. Tampoco pueden rebelarse contra aquello a lo que sus padres les obligan “por su bien”. Así, no solo dejan de expresar sus preferencias, sino que las descartan y desestiman su propia voluntad. Cuando, de mayores, se ven en la tesitura de elegir una vía académica o una profesión, se preguntan a sí mismos qué les gusta y qué quieren hacer, y se quedan atónitos al no hallar respuesta alguna. Sufren un estado de castración psicológica.
La importancia de rebelarse
La base del ego se asienta en la expresión del rechazo, en negarse ante la dominación y la invasión por parte de los demás. Se trata de una demostración de autonomía del ser y constituye el punto de partida para conservar la dignidad propia. En definitiva: para ser nosotros mismos, es imprescindible que nos rebelemos.
La etapa de rebeldía que presentan todos los niños entre los dos y los tres años de edad es el primer fenómeno que surge del descubrimiento de la conciencia del yo. Cuando los padres les dicen que coman, se niegan y, cuando les dicen que no coman, también. La cuestión no es querer comer o no, sino manifestar un ego que rechaza someterse a las instrucciones ajenas.
Para salir de ese estado de desconocer lo que se quiere y recuperar el ego, es también importante avivar la rebeldía. Cuando uno está castrado psicológicamente, por más que pregunte a su corazón qué le gusta y qué desea, este no le responde. Un corazón al que se ha prohibido esa expresión de voluntad básica que es la rebeldía no va a ser capaz de decidir cuando a uno le convenga. Así pues, para resucitar el ego y realizar la transición de un ser pasivo a un ser activo, es necesario dejar de lado las virtudes de humildad, obediencia y docilidad que se nos han inculcado desde pequeños.
En Así habló Zaratrustra, el filósofo Friedrich Nietzsche ilustra el proceso de maduración del hombre con una secuencia simbólica formada por un camello, un león y un niño pequeño (capítulo «De las tres transformaciones»). El camello simboliza la diligencia, la obediencia, la devoción y el esfuerzo. Nos inclinamos a creer que dicha imagen corresponde a la de un adulto hecho y derecho, pero en realidad se trata de la etapa del ser pasivo que no ha desarrollado el ego todavía. Luego el camello se transforma en león y vence a un dragón llamado Tú Debes, que hasta entonces lo dominaba y dirigía, y grita “¡Yo quiero!”. Convertido en un ser activo, el león supera su apego al yo y se transforma en un niño pequeño, que simboliza la inocencia, la creatividad y la jovialidad. Ese es el proceso de maduración del espíritu humano.
Por desgracia, muchos adultos siguen creyendo que la educación consiste en formar a camellos obedientes y diligentes. Por eso cuando llega el día en que nos cuesta oír la voz de nuestro corazón, corroída por la pasividad, debemos detenernos a escuchar bien hasta que logremos oír ese “no quiero” del rechazo y usarlo para despertar poco a poco el espíritu rebelde del león. Para ello, cuando nos disponemos a hacer algo, tenemos que distinguir si lo hacemos porque nos lo pide el corazón o porque nos lo ordena la cabeza. En el caso de que la decisión provenga de la cabeza, debemos consultar a nuestro corazón para ver qué le parece. Con esta sencilla acción interna estaremos mostrando respeto al corazón, al que hemos ignorado durante tanto tiempo. Y, al fin, el asfixiado corazón recuperará su energía para revelarnos su voluntad sin vacilar.
(Primer artículo de una serie mensual de cinco entregas. Ilustraciones de Mica Okada.)