Los crímenes de la Verdad Suprema, sin interpretación tras la ejecución de los 13 miembros de la secta
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En la madrugada del día 6 de julio fue ejecutado Matsumoto Chizuo, el líder de Aum Shinrikyō (Verdad Suprema), más conocido como Asahara Shōkō. Después corrieron su misma suerte otros seis dirigentes de la secta. El Ministerio de Justicia de Japón siempre ha sido renuente a la apertura informativa en este tema de las ejecuciones, pero aquel día los medios de comunicación pudieron hacer públicos los nombres de los reos ajusticiados “en tiempo real”, algo que puede calificarse de excepcional. Este alarde mediático, tan alejado de las directrices que se seguían hasta ahora, partió, según dijeron algunos, de instrucciones dadas desde la Oficina del Primer Ministro, aunque nada hay seguro al respecto. Pero si, como afirman muchas personas del mundo de los medios, esto es cierto, no cabe duda sobre cuál ha sido su objetivo. Se habrá juzgado que esta ola de ejecuciones podría redundar en un mayor apoyo al actual Gobierno. Esa sería la razón de la gran cobertura mediática.
En toda la historia del Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial no podemos encontrar ninguna otra organización que se haya ganado de tal manera el odio del pueblo japonés. Aum Shinrikyō ha sido el primer enemigo público de esta sociedad. Muy especialmente por lo que se refiere a Asahara, hasta los mayores detractores de la pena capital coincidían en decir que con él habría que hacer una excepción, buena prueba de la “singularidad” de este malvado.
Y el día 26, justo cuando me encontraba escribiendo el borrador de este artículo, fueron ejecutados los restantes seis dirigentes de la secta sobre los que pesaba condena.
El verdadero rostro de los seis reos que entrevisté
Tuve oportunidad de entrevistar en sus centros de detención a seis de los 12 creyentes ejecutados. En concreto, a Niimi Tomomitsu, Hayakawa Kiyohide y Nakagawa Tomomasa, ejecutados el día 6, y a Hayashi Yasuo, Okazaki Kazuaki y Hirose Ken´ichi, que lo fueron el 26.
Niimi, al que los medios describían como el más brutal seguidor de Asahara, me hacía respetuosas reverencias cada vez que nos veíamos. Y nunca decía nada malo de nadie. A menudo dibujaba una nítida sonrisa subiendo las comisuras de los labios. Resultaba encantador. Hayakawa, el mayor de todos los reos de muerte, era un gran laminero, y como yo solía llevarle dulces a nuestras entrevistas, me contaba luego por carta que por mi culpa estaba engordando. Nakagawa, que como médico se encargaba personalmente de la salud de Asahara y era el que más tiempo pasaba con el líder, era una persona muy delicada y, al mismo tiempo, la amabilidad y la bondad en persona. A veces, iba a las entrevistas con Nakagawa acompañado de mi esposa, porque realmente pensé que quería presentárselo. Con una sonrisa que delataba la alegría que le produjo el encuentro, Nakagawa bajó ante ella la cabeza innumerables veces desde el otro lado de la placa de acrílico que nos separaba.
Hayashi, presentado por los medios como una máquina de matar, tenía mi misma edad y, en parte también por eso, enseguida prescindimos del estilo cortés que solemos usar en japonés para marcar las distancias. Una vez, su madre estuvo presente en nuestra entrevista. Cuando la mujer se ponía a llorar mientras hablaba, su hijo trataba de consolarla por todos los medios. Okazaki tenía un carácter muy campechano. Me envió algunos de los dibujos a tinta que hizo en el centro de detención. Hirose, que durante su detención se dedicaba a elaborar un libro de matemáticas, para que sirviera de referencia a los niños, era de natural muy serio, y nunca decía una broma. Una vez dijo que, cuando preparaba el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, se decía desesperadamente a sí mismo que aquella acción serviría para salvar al mundo.
Pero ya ninguno de ellos está vivo. Han sido borrados del mundo. Todos ellos decían que, si se consideraba la gravedad de sus crímenes, era lógico que fueran ejecutados. A veces se les humedecían los ojos. Al final, no se entiende. Uno por uno, son personas con sentimientos. Gente tranquila y buena. Pero es evidente que se prestaron a asesinar a mucha gente. Por eso, muchas veces me sentía confuso durante las entrevistas, preguntándome por esa correspondencia que sentimos entre el crimen y el castigo, y por la forma en que podría justificarse que ellos tuvieran que desaparecer de este mundo.
Todos acabamos muriendo. Por accidente. Por enfermedad. Pero ellos no han muerto ni por lo uno ni por lo otro. Han sido asesinados legalmente.
El deterioro mental de Asahara ha impedido elucidar los móviles
Hasta que sus sentencias de muerte fueron firmes, continué visitándolos en sus lugares de detención y comunicándome con ellos por carta. El punto de vista que me dieron (la voz de la parte agresora o atacante) se convirtió para mí en una línea de apoyo muy importante a la hora de forjarme una idea de Aum Shinrikyō y de sus crímenes.
Asistí a la lectura de la sentencia en el tribunal de primera instancia y tuve el presentimiento de que psicológicamente Asahara estaba roto. Su comportamiento cuando se sentaba en el banquillo de los acusados era claramente anormal. Entonces llegué a pensar que podía estar fingiendo, pero ahora, después de recoger muchos testimonios e investigar, no me cabe ninguna duda de que estaba completamente enajenado. Sin embargo, nadie señala ese hecho. Reconocer esa realidad hubiera significado detener el proceso. No habría sido posible colgar a Asahara. El que señalase ese hecho se exponía a ser vituperado desde todos los rincones del país.
De este modo, sin poder evitar ensuciarse los pantalones [Nota de la redacción: Según el informe pericial de un psiquiatra que reconoció a Asahara, padecía de incontinencia desde 2001 y desde esa fechas llevaba pañales], Asahara siguió sentándose en el banquillo. Y el juicio siguió adelante. Se sabe por qué los creyentes se prestaron a cometer los crímenes. Porque Asahara les dijo que los cometieran. Pesaba un principio religioso muy radical, que invertía los papeles de la vida y la muerte. Creyendo que las almas pueden reencarnarse, mataban diciéndose a sí mismos que todo eso era para la salvación de sus víctimas. Nos preguntamos entonces por qué razón Asahara les daba esas instrucciones. En el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, ninguno de los implicados oyó directamente a Asahara dar tales instrucciones. Murai Hideo, el miembro de la secta encargado de transmitir las instrucciones del líder a los creyentes, fue asesinado con arma blanca. Hubo otro dirigente, Inoue Yoshihiro, que declaró haber planeado con Asahara el atentado con sarín para evitar que la policía hiciera un registro domiciliario forzoso en las instalaciones de la secta, pero posteriormente se desdijo. ¿Por qué se cometió el atentado con sarín? Solo Asahara podía haber explicado los móviles. Pero estaba mentalmente enajenado y no los explicaba. No habría podido hacerlo aunque lo hubiera querido. La consecuencia es que los móviles siguen siendo desconocidos. Y desvelar los móviles es el punto más importante en la elucidación de un caso criminal. Mientras no se aclaren, la inseguridad seguirá extendiéndose.
La gregarización y la banalidad del mal
La sociedad japonesa posterior a 1995, año en que ocurrió el atentado, ha asistido a un violento despertar de la inseguridad y el miedo, y a una acelerada gregarización. Los grupos, unidos por el vínculo de la homogeneidad, tienden a ejercer una fuerte presión social con la que tratan de eliminar los cuerpos extraños alojados en su interior y encontrar enemigos en el exterior. Y para conseguir que todos sus miembros se muevan en la misma dirección, aspiran a encontrar un liderazgo político fuerte y dictatorial. Esto no pertenece al pasado, sino que forma parte de nuestro presente (tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, la gregarización se está extendiendo por el mundo).
La gregarización se acelera cuando se estimulan la inseguridad y el miedo. Es algo instintivo, ese instinto que hizo que los humanos eligiéramos vivir en grupo. Sin embargo, a veces el grupo produce estampidas. Y cuando el individuo se convierte en una parte del grupo, llega a cometer graves errores. Por eso yo sostenía que Asahara debía ser tratado médicamente para que pudiera restablecer su salud y declarar sus móviles. Muchos entendidos y periodistas criticaron mi idea diciendo que había que partir de que Asahara fingía su enfermedad, y que no contaría nada serio aun en el supuesto de que su enfermedad fuera real y fuera tratado de ella.
Adolf Eichmann, uno de los hombres clave en el traslado de los judíos a los campos de concentración nazis, resumió las razones que tuvo para colaborar con el holocausto diciendo simplemente que seguía órdenes. Su respuesta defraudó a mucha gente. Pero Hannah Arendt, que estuvo presente en el juicio, extrajo de sus palabras el concepto de banalidad del mal. La idea de Arendt era que Eichmann no era castigado por haber matado a muchas personas, que su falta fue haber sido sumiso a una organización que carecía de imaginación para acercarse a la humanidad de las personas. La reflexión de Arendt representa una línea de apoyo muy importante cuando tratamos de desvelar las oscuras pasiones que desataron el holocausto, mediante el cual se trataba de borrar a un pueblo concreto de la faz de la tierra. No es que los humanos cometamos maldades porque seamos malos. Hay casos en que cometemos maldades porque nos convertimos en parte de un grupo, como podemos ver en el caso de estos otros 12 fieles de Asahara, que, teniendo sentimientos y siendo buenos, participaron en planes para asesinar a mucha gente.
Pero no pasa de ser una línea de apoyo. No es la línea principal. Hitler, a quien podríamos considerar esa línea principal, se suicidó con ocasión de la caída de Berlín. Por eso el Juicio de Nuremberg se llevó a cabo sin él. No fue posible darle la puntilla al proceso. Incluso hoy en día, sigue sin extinguirse la ideología que deifica a Hitler y de vez en cuando vemos renacer el fantasma del revisionismo histórico sobre el holocausto o el nazismo.
Una sociedad que se niega a hacer una interpretación de los crímenes de Aum Shinrikyō
Asahara no terminó con su propia vida. Por eso debería haber sido tratado y obligado a declarar. Se le debería haber presionado. Quienes ahora expresan su alarma por que en las organizadores sucesoras de Aum Shinrikyō se esté rindiendo culto o adorando a Asahara, deberían haber hecho que este se restableciera para ponerlo contra las cuerdas y darle la puntilla públicamente como líder de la secta. Porque los crímenes de Aum Shinrikyō, como el holocausto y otras muchas matanzas y guerras, son sucesos que nos muestran los grandes riesgos inherentes a la condición humana desde que el Homo sapiens hizo la elección de vivir perteneciendo a un grupo, además de poner de manifiesto con toda claridad la peligrosidad intrínseca de las religiones. Pero al final lo que vemos es que la sociedad japonesa ha hecho una interpretación equivocada de los crímenes de Aum Shinrikyō. O, más bien, que se ha negado a hacer una interpretación. Y tanto el poder judicial como los medios de comunicación se han subordinado a esa sociedad.
Por encima de cualquier otra consideración, no podemos ejecutar a una persona que se encuentra en estado de enajenación mental. Debería ser una norma básica en cualquier Estado de derecho moderno.
Podemos suponer que existe un principio según el cual los reos de muerte de un mismo caso deben ser ejecutados al mismo tiempo, y que el Ejecutivo se ha decidido a llevar a cabo esta serie de ejecuciones en observancia de dicho principio. Pero entre el día 6 de julio, en que tuvieron lugar las ejecuciones de Asahara y de seis de sus fieles, hasta la segunda tanda de ejecuciones transcurrieron 20 días. Es decir, que no se respetó totalmente el principio. No se ha explicado con claridad por qué se obró así, pero probablemente fuera porque se estaba criticando que, demostrando muy poca sensibilidad hacia el peligro de que las lluvias torrenciales que caían sobre la mitad occidental del país desencadenasen alguna catástrofe, la noche del día 5 los parlamentarios del gobernante Partido Liberal Democrático estuviesen celebrando un banquete en su residencia de Akasaka (Tokio).
Suponemos que los seis miembros de la secta que no fueron ejecutados ese día supieron de las ejecuciones de los otros siete. ¿Qué pensamientos habrían cruzado sus mentes durante los 20 días que mediaron hasta su muerte? Asusta imaginarlo. Recuerdo sus rostros al otro lado de la placa de acrílico. Debió de ser una tortura para ellos. Por supuesto, la prioridad la tienen los sentimientos de los familiares de las víctimas. Hay víctimas que todavía sufren las secuelas de los ataques. Se les debe prestar todo el auxilio posible. Pero no creo que se pueda hacer una equivalencia entre eso y ejecutar a alguien. La consecuencia de las ejecuciones es que hemos aumentado el número de personas que han perdido a un familiar.
Por eso, inquiero al Gobierno, y me dirijo a la sociedad japonesa: estas personas, en un momento de sus vidas, se convirtieron en parte de un grupo cuya imaginación para ver lo humano se había atrofiado, y por eso causaron daños irreparables. Pero ahora, ¿quienes son los que están perdiendo la capacidad de ver lo humano en el prójimo?
(Escrito el 26 de julio de 2018 y traducido al español del original en japonés)
Fotografía del encabezado: números extraordinarios de periódicos japoneses transmiten la ejecución del líder de Aum Shinrikyō, Matsumoto Chizuo (Asahara Shōkō) y de otros miembros de la secta el 6 de julio de 2018 (Minato-ku, Tokio). (Jiji Press)