Los niños y los smartphones (parte 1): menores atrapados por el “vínculo social”
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Los smartphones como infraestructura de la vida cotidiana
Los smartphones o teléfonos inteligentes empezaron a comercializarse en Japón en julio de 2008, cuando la operadora Softbank puso a la venta el iPhone3G de Apple. En aquel tiempo el mercado nipón de la telefonía móvil seguía una senda apartada de la corriente mundial, enfrascado en el llamado Síndrome de Galápagos, con servicios como el de transmisión televisiva one seg, la función de pago electrónico por móvil osaifu keetai, los emoticonos emoji para expresar emociones en los mensajes o las melodías personalizadas para tonos de móvil chakumero. Muchos vaticinaban el fracaso de los smartphones ante el éxito que ostentaban los teléfonos Galápagos — apodados garakee en japonés—, repletos de funciones originales y prácticas.
Pues bien, los teléfonos inteligentes burlaron totalmente las predicciones japonesas, y en pocos años se afianzaron como un producto indispensable para la vida cotidiana. Estos dispositivos se han popularizado especialmente entre los adolescentes, para quienes representan una suerte de “infraestructura” para obtener información y comunicarse, además de una herramienta imprescindible para hallar nuevas formas de diversión.
Quien no usa LINE se queda marginado
Según el Estudio sobre el uso de teléfonos móviles y smartphones entre menores (febrero de 2016) elaborado por la empresa de seguridad informática Digital Arts, un 70,6 % de la población de entre 10 y 18 años utiliza smartphones. El estudio también revela que la media diaria de uso entre los estudiantes de primaria (de 4.º a 6.º) es de 1,8 horas los niños y 1,7 horas las niñas, mientras que entre los de secundaria ellos les dedican 2 horas y ellas, 2,1. Las cifras se disparan al llegar al bachillerato, con 4,8 horas los chicos y 5,9 horas las chicas; además, el 3,9 % de las estudiantes de este ciclo (1 de cada 25, aproximadamente) consagra 15 horas o más al día al aparato.
¿Pero qué hacen con el teléfono durante tantísimas horas? Los datos recopilados apuntan a un patrón claro: el empleo es más de carácter grupal que individual, es decir que se dedican más a conectarse con otras personas que a entretenerse en solitario. Y el medio ideal para establecer esa conexión son las redes sociales. Un estudio sobre el tiempo de uso de los medios de comunicación y la información realizado por el Instituto de Política de la Información y la Comunicación del Ministerio de Asuntos Interiores y Comunicaciones en 2015 descubrió que el 77 % de los adolescentes utilizan LINE, el 63,3 % Twitter, el 23 % Facebook y el 24,5 % Instagram.
LINE y Twitter destacan con diferencia, en especial LINE, que triunfa entre un amplio rango de usuarios, desde niños de primaria hasta adolescentes de bachillerato. LINE es una plataforma social con una funcionalidad excelente que permite mantener conversaciones de grupo entre amigos utilizando stamps para transmitir todo tipo de emociones. Según declaran los propios usuarios, “LINE es divertido” y “puedes pasarlo en grande creando distintos grupos de conversación con los amigos”.
En contrapartida, son cada vez más los que acusan los efectos negativos de las redes sociales: “si no utilizo LINE me marginan en el colegio”, “estoy harto de relacionarme con los amigos por las redes sociales” o “no puedo dejarlo aunque quiera” son algunas de las quejas más habituales.
Aferrados a los vínculos inmediatos
¿Cómo pasan las redes sociales de ser una fuente de diversión a una obligación aborrecible que encima no se puede abandonar? El trasfondo del problema engloba una compleja red de factores.
En primer lugar los smartphones presentan un problema físico: pueden usarse en cualquier parte y en cualquier momento. De repente las interacciones amistosas dejan de limitarse al entorno escolar para continuar en casa e incluso en los días de descanso, dando paso a un estado de conexión ubicua y permanente. El uso de smartphones además ha ampliado el entorno de socialización de los niños, engendrando relaciones fuera del círculo habitual con amigos de fuera de la escuela o conocidos por internet. En definitiva, los niños han adquirido la libertad de relacionarse con quienes quieran, con un abanico de elección casi infinito. Ahora bien, como la libertad de elección también la tienen los demás, con ella nace la inquietud de no ser elegidos y de no saber cuándo van a abandonarnos; de ahí la necesidad constante de confirmar la intimidad de la relación, de decirse mutuamente “somos amigos, ¿verdad que sí?”.
Últimamente los estudiantes de secundaria y bachillerato utilizan tres escrituras alternativas de la palabra 親友 (shin’yū, ‘amigo’) que se leen igual pero significan cosas distintas: 心友 son los amigos con los que uno puede sincerarse, 信友 son los dignos de confianza y 神友 aquellos a quienes se puede acudir en busca de ayuda. Esta nueva categorización de la amistad se ve motivada por ese “tanteo” constante del estado de las relaciones que mencionábamos antes. Esas amistades tan divertidas y exaltadas, por otro lado, se desmoronan fácilmente. La contrapartida de que los niños puedan elegir a quien deseen en cualquier momento es el riesgo de que nadie los elija a ellos. Conscientes de dicho riesgo, no les queda otra que aferrarse a los vínculos inmediatos.
La importancia de “venderse” para ser valorado
Los adolescentes consideran que el número de amigos que tienen refleja directamente su valor como personas. Como comentábamos arriba, de esa supuesta “libertad de trabar amistad con quien se quiera” se desprende que quien no tiene amigos es porque nadie quiere su amistad, que es una persona carente de interés. Así que, para no quedar como un marginado sin valor, es necesario adaptarse al entorno a cualquier precio y proyectar una imagen atractiva para ser elegido por cuanta más gente mejor. Lo importante es venderse mediante cualidades apreciadas, como ser mono, guay, divertido, aplicado, buen deportista, amable, rico, etc.
Las cualidades más cotizadas son ser mono, ser guay, ser divertido y tener dinero. Las redes sociales permiten publicar fotos y vídeos al instante, que cuanto más interesantes son más se difunden. Predominan los contenidos que reflejan una cierta imagen —aspecto físico, actitud— y los que entretienen al público. Por ejemplo, no se es mono solo por tener una cara adorable, sino que entran en juego factores como la forma de combinar la ropa y los complementos o el comportamiento. Se trata de crear una concepción común de lo mono a través de distintos referentes —“llevar fundas de smartphone monas”, “comprar en tiendas monas”— para dar homogeneidad al grupo. Cabe apuntar que mantener cierto tipo de imagen requiere un capital considerable: para comprar ropa o salir por los lugares de moda hay que tener dinero, una de esas “cualidades” tan apreciadas.
¿Qué pasa con los niños que carecen de cualidades para “venderse” o que, aunque las tengan, no saben explotarlas para proyectar su atractivo? Pues que tienden a ser marginados en el colegio y acaban buscando su lugar en la esfera virtual. Y uno de los “lugares” donde pueden participar y obtener reconocimiento son los llamados juegos sociales.
Las cuotas de puntuación arruinan la diversión del juego
Los juegos sociales son aplicaciones que permiten que varios usuarios jueguen juntos o compitan entre ellos. Los jugadores comparten datos como el nivel que han alcanzado o las victorias y derrotas, y pueden conversar por chat o mensaje mientras juegan.
Ganando en el juego el usuario puede ascender en la clasificación y obtener el reconocimiento por parte de otros usuarios. Se trata de un mundo sin ambigüedades donde la apariencia externa no importa y lo único que se valora es la habilidad. Hay niños de secundaria muy hábiles que adelantan a los jugadores adultos, mientras que los jugadores más destacados reciben apodos como “Dios” o “Maestro” y despiertan la envidia del resto. Por eso cada vez más niños recurren a los juegos sociales para mejorar su autoestima y autoafirmarse.
Con todo, las relaciones que se establecen mediante los juegos sociales no siempre son placenteras. La competitividad entre las empresas desarrolladoras y las crecientes exigencias de los usuarios espolean el lanzamiento continuo de juegos de alto nivel. Los juegos de dificultad elevada suelen congregar usuarios muy curtidos que deben formar equipos y colaborar entre ellos para avanzar. Y parte de estos imponen “cuotas” a los usuarios: establecen objetivos de puntuación que debe obtener cada jugador, obligándolos a cooperar para mejorar su potencial.
Existen principalmente dos formas de alcanzar las cuotas que define el juego. La primera es dedicar todo el tiempo que sea necesario para llegar al objetivo. La segunda es comprar elementos (herramientas, accesorios, etc.) para acelerar el avance del juego o reforzar los personajes. En ambos casos los usuarios se ven obligados a invertir sus recursos, y los hay que se encuentran consagrando cada vez más tiempo y dinero al juego. Esto sucede mucho a jugadores adolescentes, que aunque sean hábiles jugadores todavía carecen de madurez y experiencia social; algunos acaban arruinando su vida al verse utilizados por jugadores adultos en quienes confiaban o al sucumbir ante la presión por alcanzar las cuotas exigidas.
El mundo que engendran los smartphones ha alterado la realidad de la infancia en muchos aspectos. Sus apabullantes ventajas esconden una cara oscura, la de muchos niños que sufren en silencio y padecen sus consecuencias física y mentalmente. Los adultos debemos estar alerta para evitar que los menores sean engullidos por este nuevo mundo y queden atrapados en él. Al fin y al cabo, es la sociedad de los adultos la que se beneficia al comprar smartphones a los niños, animarlos a usarlos y dejar que queden absortos en sus juegos.
(Traducido al español del original en japonés)