Japón más allá de la vista: la experiencia de Abdin
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El 19 de enero de 1998, un joven de 19 años que respondía al nombre de Mohamed Omer Abdin llegó a Japón procedente de Sudán. Seguía los pasos de un compañero de universidad mayor que él y su idea de Japón era la de un país repleto de portentosos aparatos eléctricos y automóviles. Del idioma japonés tampoco sabía mucho y, para hacer las cosas todavía más difíciles, su vista apenas le permitía distinguir las siluetas de los objetos.
Han pasado 15 años y Abdin continúa en Japón. Hizo venir desde su país a una joven con la que se casó en 2010, y que le ha dado dos hijas. Practicante del fútbol para invidentes desde su época de universitario, Abdin es el goleador del equipo Tama Hassas, con el que ha sido campeón de Japón tres veces. Actualmente está matriculado en la Universidad de Estudios Extranjeros de Tokio (TUFS, por sus siglas en inglés) y busca trabajo con ahínco.
Japón, un país que en nada se asemeja al suyo. ¿Cómo lo percibirá un invidente como él? Hemos hecho un estrecho seguimiento de un día en la vida de Abdin.
Un lugar que evita: Shinjuku. Un lugar que le agrada: Kunitachi
Llueve mansamente en Kichijōji, uno de los barrios más animados del oeste de Tokio. Comienza aquí nuestro seguimiento.
“Se oye ruido a la derecha. Debe de ser una tienda de teléfonos móviles. Siento también un olor de calzado nuevo. Será una zapatería. ¡Y vaya techumbre tan alta, la de esta calle comercial cubierta!”. Abdin capta el medio circundante con una exactitud tal que nadie diría que no ve.
“Cuando voy por la ciudad me fijo en el olor de un MacDonald’s, en el ruido de un salón de pachinko…, si otros se guían por lo que ven, yo me dejo guiar por el olfato y por el oído. Los movimientos del aire y la forma de reverberar del sonido también me da muchas pistas”.
Kichijōji suele aparecer siempre entre los barrios residenciales predilectos de los tokiotas, pero a Abdin no le hace mucha gracia. “Es impresionante la cantidad de gente que hay”, comenta, dando a entender la razón.
“Shinjuku también lo evito siempre que puedo. Está lleno de gente y resulta difícil andar. Yo huyo de las masas. Si viera, supongo que me entretendría mirando a las chicas guapas, pero…”, prosigue Abdin, con una sonrisa. “Además tiene algo como deslumbrante, y huele a ajo. Kanda, en cambio, huele mucho a fritura. En Shibuya lo que se nota mucho es el olor del alcantarillado. En Ikebukuro, si vas hacia la Salida Oeste siempre huele a orines, pero fuera de la zona del parque no siento ningún olor en particular”.
¿Cuál es, entonces, la parte de Tokio que más le gusta?
“La que más me gusta es Kunitachi. En Tokio lo peor son las bicicletas que se te echan encima cuando vas por la acera, porque además las aceras son muy estrechas. Pero en Kunitachi las calles próximas a la estación son muy anchas y es muy cómodo andar por ellas. Además, allí no hay muchos ruidos. Cuando paso por Kunitachi imagino viviendas igualmente espaciosas”.
Tokio no fue el primer lugar que conoció Abdin cuando llegó a Japón. Su primer lugar de residencia fue una pequeña ciudad de provincias de la prefectura de Fukui, en la costa del Mar del Japón.
Conoció la vida de la gente en el Japón rural
“Como la escuela estaba totalmente rodeada de campos de arroz, no había demasiada variedad de olores, ni de ruidos. Pero no estaba mal. A mí me vino bien que mi primera experiencia de Japón fuera en Fukui”
Cuenta Adbin que le costó tres meses conseguir que su padre le permitiera venir a Japón. Su padre estaba muy enfadado, y repetía que cómo era posible que, habiendo sido admitido en la Facultad de Derecho de la Universidad de Jartum, que era su sueño, de pronto se fuese al otro lado del mundo a estudiar acupuntura y moxibustión. Fue una guerra de agotamiento, en la que el principal argumento que esgrimía Abdin era que Japón estaba mejor preparado para facilitar los estudios a los invidentes. Finalmente, obtuvo de su padre el voto de confianza.
Durante tres años estudió japonés y braille, además de acupuntura y moxibustión. Vivía en una residencia de estudiantes pero los fines de semana los pasaba con una familia japonesa en régimen de homestay y así pudo conocer cómo viven los japoneses.
“Yo pude conservar algún grado de visión hasta los 12 años, así que me acuerdo de cómo eran los campos de Sudán. Las técnicas agrícolas serán muy diferentes, supongo, pero voy haciéndome una idea de cómo podrían ser los campos japoneses. En cuanto a los campos (inundados) de arroz, una vez me caí a uno, y así fue como me enteré de lo profundos que son” (risas).
El Japón que conoció viajando con una línea de ferrocarril regional es para él un recuerdo inolvidable.
“Aprovechando el sistema de tarifa reducida para jóvenes Seishun 18 Ticket, me fui hasta Kumamoto. Me encantan los dialectos del japonés, así que elegí una línea de ferrocarril local para ir sintiendo en qué momento cambiaba el acento. La gente va entrando en cada estación y es muy divertido. Sobre todo durante el día, porque entran muchas ancianas y entonces puedes oír muchos giros dialectales, aunque lo que dicen suelen ser siempre murmuraciones de las nueras. A la gente, cuando se excita, le sale el acento de su región, con esas formas tan peculiares de terminar las frases. Tenía que contenerme para no echarme a reír”.
La comunicación en japonés, un problema de vida o muerte
Lógicamente, también pasó sus malos tragos hasta acostumbrarse a su nuevo país. Y es que eso de venirse habiendo estudiado el nihongo solo durante un mes no es cualquier cosa. “Yo vine pretendiendo alegremente saber hablar. Pero me desenmascararon en cosa de 10 segundos”, recuerda con una sonrisa.
Se pregunta uno cómo se las arreglará un invidente para estudiar japonés.
“Al principio era como si todo estuviera en clave, no sentía que estuviera ante un idioma. Es un mundo completamente distinto al del árabe, pero el ritmo del japonés me gustó. Además, aunque no entiendas el significado, el sentimiento de la otra persona se transmite. Así que al principio me concentré en tratar de captar el tono o el estilo que adopta una persona cuando está enfadada, o cuando está contenta”.
“Para cualquier cosa, siempre tengo que estar pidiendo favores a la gente. Los que no vemos necesitamos mucho la colaboración de los demás. Si no somos capaces de utilizar el registro más cortés, no tenemos futuro”, ríe Abdin. “Por eso, para mí, poder o no poder comunicarme con quienes me rodean es un problema muy serio. Pero me vino muy bien verme sumergido en un mundo en el que no podía huir a ninguna otra lengua, en el que solo podía servirme del japonés.
Un ideograma que le gusta: el de las tres mujeres
Parece que también disfrutó mucho durante el aprendizaje de los kanji (ideogramas)
El profesor de la escuela de invidentes a la que asistía me moldeaba kanji en arcilla. Me familiaricé con los kanji y con los radicales (componente principal de cada uno de los ideogramas) mediante el tacto. En japonés hay muchos homófonos, muchas palabras que suenan todas igual, así que las fui agrupando a modo de base de datos.
Por ejemplo, está el caso de la palabra kōgi, que puede significar “protesta” (抗議), pero también puede significar, entre otras cosas “clase, conferencia, lección” (講義). En el caso de “protesta”, me fijo en que ese kō es el mismo que aparece en hankō (反抗, “rebeldía, desobediencia”) mientras que en el caso de “clase, conferencia, lección” se usa otro kō diferente.
Al principio, Abdin creía que en la palabra ryūgakusei (estudiante que se desplaza al extranjero para cursar estudios) la parte de ryū significaba “fluir”, “cambiar de lugar”, lo que es correcto en otras muchas palabras. Hasta que supo cuál era el kanji utilizado, no podía imaginar que en el caso de ryūgakusei, ryū tiene un significado opuesto, el de “quedarse en un lugar, permanecer”.
Preguntado por un kanji que le guste especialmente, responde con uno que ni los japoneses saben cómo se escribe: el de kashimashii (“bullicioso, ruidoso”), que está compuesto por tres figuras de mujer, una encima y otras dos debajo.
“Se escribe con tres figuras de mujer, y con toda razón. Las mujeres no escuchan lo que les están diciendo, se ponen todas a hablar a la vez. Oyendo una conversación entre mujeres, me pregunto si realmente se estarán escuchando la una a la otra. Me parece que está muy bien expresado, esto es igual en todo el mundo”.
El pescado: un manjar que descubrió en Japón
Es hora de ir pensando en el almuerzo. Entramos en un kaitenzushi (restaurante de sushi con barra giratoria), una de las aficiones de Abdin. Cuenta que cuando supo en Fukui lo delicioso que era el buri (variedad de jurel o chicharro) crudo, sintió rencor hacia los japoneses por no haber convidado antes.
“En Fukui el pescado era buenísimo. El sawara (variedad de caballa), el mutsu (de lubina), el nishin (arenque)… Los japoneses, antes de llevarse el pescado a la boca le quitan las espinas, pero yo me las arreglo para separarlas dentro de la boca (risas). La parte que está pegada a la espina es lo más rico. En árabe se dice que la carne que rodea al hueso es la más sabrosa”.
Abdin comenta estas cosas mientras toma en su mano diestramente las piezas de sushi. Su mujer le ha dicho alguna vez que le asusta un poco la cara que pone cuando come.
“No pongo esas caras porque me desagrade lo que como, sino porque soy muy prevenido. Una persona que ve puede hacerse una idea, aunque sea vaga, de si lo que tiene delante es sabroso o no lo es, pero en mi caso, si no me lo meto en la boca, no me hago ninguna idea. Y me da miedo. En Sudán se come con la mano y así, por lo menos, tocas el alimento, pero en Japón tampoco puedes hacer eso, porque se come con palillos. Así que cuando como algo por primera vez, imagino lo peor”.
En general, a Abdin le gusta la comida japonesa, pero lo que más le emociona es el desayuno de estilo japonés.
“Pescado asado, nattō (sojas fermentadas), sopa de miso…, el equilibrio es perfecto, y además es muy saludable. En Sudán no se desayuna casi nada, y así no se puede mantener mucho tiempo la concentración. Mi mujer hace el desayuno japonés a su estilo. A veces pone sopa de miso y la acompaña con pan”, comenta con sorna.
Hospitalidad japonesa en un supermercado
Después de comer se dirige, primero en tren y luego en autobús, a su universidad. En la estación se detiene al pie de la escalera y palpa algún lugar del pasamanos. Le preguntamos qué hace. “Es que aquí hay una placa con un aviso en braille”, nos explica.
“Incluso con una discapacidad visual como la mía es posible darse un paseo por las calles, o hacer compras. Es un derecho lógico, pero es el estado el encargado de acondicionar el entorno. Supongo que en Japón todavía quedará mucho por hacer, pero en principio es un país que facilita la vida de los que padecemos discapacidades”.
Mientras nos comenta estas cosas, Adbin nos conduce a un supermercado donde existe un servicio de apoyo a los invidentes.
“Aprietas el botón que hay a la entrada y dices que eres invidente y que solicitas ayuda. Y uno de los empleados te acompaña durante tu compra”.
Probamos a hacerlo. Se nos acerca un vigilante, que toma de la mano a Abdin y lo conduce a las estanterías. Adbin le pregunta de dónde son los pepinos, qué tal color tienen o cualquier otra cosa, a todo lo cual el vigilante responde cortésmente, sin un mal gesto. Al comprar unos melocotones el vigilante llama a uno de los empleados, que elige para Abdin los que están en su mejor punto de madurez. Tras pasar por caja, el vigilante mete las compras de Adbin en la bolsa que ha traído este.
“Me gustaría que también en los países árabes fuera calando esta mentalidad. Se están desperdiciando las capacidades de muchas personas con discapacidad, la sociedad debería favorecer más su participación”, plantea Abdin.
Dándolo todo por la familia
Actualmente Abdin está buscando trabajo. Pero ya tiene sus dudas sobre la vida diaria de los trabajadores japoneses.
“Te levantas por la mañana, te metes en un tren lleno de gente, completas tu jornada laboral y cuando te dispones a volver a tu casa te viene el jefe y te propone ir a beber. Comes cualquier cosa, se hace tarde, vuelves a meterte en un tren a rebosar y para cuando llegas a tu casa te han dado las 12.00. A la mañana siguiente vuelves a levantarte a las 6.00, vuelves a…, esa es la vida que llevan aquí. El espíritu de los japoneses se va desgastando en estos trenes repletos, en las largas jornadas laborales, es una pena. Aunque si estas cosas las dice alguien como yo, que todavía no está trabajando, pensarán que es por envidia…”.
“Yo también tengo una familia que mantener”, reflexiona Abdin, “e igual no debería andar diciendo estas cosas. Pero esto de buscar empleo es realmente duro. A veces supero la parte documental de la selección y me ilusiono, pero al final siempre hay algo que falla. Las empresas no contratan fácilmente a un hombre que, ya con 35 años, aún no tiene experiencia laboral. Así que creo que lo más realista será buscar algo como investigador”, concluye.
Contrajo matrimonio en 2010. Para ello hizo venir de Sudán a su novia. Ahora es padre de dos hijas.
“Esto del matrimonio es cosa del destino. Me la presentó un amigo y cuando hablé por primera vez con ella por teléfono supe que para mí no había otra mujer más que ella. Le propuse matrimonio en nuestra segunda conversación telefónica. Ella es nacida y educada en Sudán, y vino a Japón por primer vez con motivo de nuestro matrimonio. No hablaba nada de japonés, pero eso no le preocupaba. Porque para eso me tiene a mí.
Criar a los hijos en un país desconocido. ¿No es eso muy duro?
“En Japón hay buenas condiciones para la crianza de los hijos, pero los valores y la cultura son diferentes. Las niñas se dan cuenta del color de su piel, que es diferente del de sus amigas. Nosotros no comemos carne de cerdo, ni alimentos que contengan alcohol. Algunos dulces, por ejemplo, llevan muchas cosas dentro. Podemos decirles a las niñas que no coman todo lo que comen sus amigas, pero las niñas quizás no entiendan. Nosotros queremos transmitirles el islam, pero también queremos que asimilen las cosas buenas que tiene Japón, y para eso hay que hacer muchos equilibrios”.
Está también el problema de seguir viviendo en Japón o volver a Sudán, un gran dilema para Abdin. Le lanzamos la pregunta: ¿Te has arrepentido alguna vez de haber venido a Japón?
“A veces me da por pensar que quizás debería haberme quedado en Sudán, estudiando Derecho. Pero una vez que has emprendido un camino, no hay vuelta atrás. Para venir aquí, yo tuve que superar la oposición de mis padres, así que… arrepentimiento…, en absoluto. Al contrario, fue una decisión personal y eso me reafirma. Los humanos siempre le echamos a alguien la culpa de nuestros propios errores, pero yo, desgraciadamente, no puedo echársela a nadie, porque fue mi decisión”, comenta jocoso.
La mayorcita nació apenas dos semanas después del Gran Terremoto del Este de Japón. Le dieron el nombre de Aya. Un nombre que en árabe significa “signo, señal, milagro”.
“Nació así, milagrosamente, rodeada de personas amables. Y continúa recibiendo la ayuda de mucha gente”.
No cabe duda de que la familia Abdin seguirá siendo bendecida con muchos milagros.