Alvin R. Cahn, el estadounidense que forjó al primer campeón japonés de boxeo
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El providencial encuentro de dos hombres
En 1945, Japón había sido derrotado en la guerra y los ánimos estaban muy decaídos, pese a lo cual, lentamente, el país se dirigía hacia su reconstrucción. En el verano de 1948 eran muchos los púgiles que, soñando con ser campeones, sudaban la camiseta en el Nikken Hall, un gimnasio de Ginza (Tokio). Pero en medio de esta actividad, un hombre de 24 años, Shirai Yoshio, se planteaba seriamente retirarse del deporte por culpa de la ciática que había contraído durante su servicio en el ejército.
A Shirai se le había considerado una promesa, pero su estado físico no acababa de restablecerse y así pasaba los días, entrenándose lejos de las miradas del público. Pero había un extranjero, ya entrado en años, a cuya mirada no escapaba la evolución del joven. “Ese talento que tienes para pegar con natural timing pondrá el mundo a tus pies. ¡Ponte en mis manos!”. Quien así se ofrecía era el estadounidense Alvin Robert Cahn. Un providencial encuentro que cambió la historia del boxeo.
Un estilo bajo el lema de “pega y no permitas que te peguen a ti”
Cahn había nacido en Chicago (Illinois) el 29 de agosto de 1892. Tras seguir una carrera docente en la universidad como profesor de biología y nutrición, poco después del fin de la guerra fue asignado por el Mando Supremo de las Fuerzas Aliadas al Departamento de Recursos Naturales. No tenía ninguna experiencia en el campo del boxeo, pero había estudiado la importancia del timing (oportunidad, elección del momento oportuno) en el deporte. Era en ese sentido en el que Shirai interesaba a Cahn.
En el boxeo de aquella época estaba de moda el estilo netamente ofensivo de Piston Horiguchi, centrado en la táctica del rush (ataque intensivo). Cahn iba por otro camino. “Hay que pegar sin permitir que te peguen. Eso es el boxeo, entendido como deporte”. Estaba seguro de que Shirai era el púgil perfecto para materializar su boxeo ideal. Podían decirle que sus métodos iban a contracorriente, pero Cahn creía en aquel estilo y estaba dispuesto a apostar por él.
Cahn visitaba muchas veces el gimnasio acompañado de un intérprete, y el boxeador acabó entregándose a su desbordante entusiasmo. Finalmente, decidió formar equipo con él. El científico empezó por tratar la lumbalgia de Shirai. Era una época de penuria alimenticia, pero el norteamericano se aprovisionaba en el economato militar de salchichas y hamburguesas, incluso traía de vez en cuando algún suculento bistec. El estado físico de Shirai mejoró a ojos vistas y sus dolores remitieron rápidamente.
Como instructor, era igualmente metódico y exigente. Inculcó a Shirai la importancia de dominar el jab, uno de los fundamentos del boxeo, y se lo hacía practicar durante cerca de dos horas a diario. Sobre esa base le transmitió una técnica muy particular, transformándolo como boxeador. En 1949, Cahn decidió jugarse el todo por el todo: enfrentó a Shirai con Hanada Yōichirō, apodado el “nuevo Ushiwakamaru” (en referencia al apodo de un famoso guerrero medieval), arrebatándole el título de los pesos mosca y, con el impulso tomado, desposeyó después al hermano menor del referido Piston Horiguchi, Horiguchi Hiroshi, del de los gallo. La doble hazaña satisfizo en buena medida las aspiraciones profesionales de Shirai.
Del abismo a la cima del boxeo mundial
Pero para Cahn aquello no era más que el comienzo. Su vista estaba puesta en el título mundial de los mosca, en poder de Salvador “Dado” Marino (Estados Unidos). En un Japón que todavía no había celebrado en su suelo ni un solo combate internacional de boxeo, aspirar a un campeonato era soñar. Pero Cahn no quería resignarse. Se enteró de que el entrenador de Marino era un nikkei (oriundo de Japón) llamado Sam Ichinose y a través de él consiguió pactar para mayo de 1951 un combate no titular en Japón. En esta primera pelea Shirai perdió a los puntos por un estrecho margen, pero ambos púgiles volvieron a verse las caras en diciembre del mismo año en Honolulu (Hawaii), de donde era Marino, y esta vez el nipón se impuso contundentemente por un nocaut técnico (TKO) en el séptimo asalto. Desde entonces, Shirai se planteó seriamente aspirar a la corona mundial.
Para obtener la necesaria credibilidad, Japón estableció una Comisión Nacional de Boxeo y esto le abrió las puertas hacia su integración en los organismos internacionales. En 1952 pudo celebrar, finalmente, el tan largamente esperado primer combate internacional, que tuvo lugar el 19 de mayo en el cuadrilátero del Estadio Kōrakuen (Tokio). Previamente al combate, se dice que Cahn mentalizó a Shirai diciéndole que no pelease para sí mismo, sino para ese Japón que, con la derrota en la guerra, había perdido la confianza y la esperanza, ya que en aquellas circunstancias el deporte era el único campo en el que Japón podía plantarle cara al mundo, y que ganase el combate para devolver a Japón el valor. De boca de alguien llegado del país que acababa de derrotar a Japón en la guerra, estas palabras extrañaron mucho a Shirai. ¿Por qué, siendo yo japonés, me animará un americano con esos argumentos? Pero los ojos de Cahn decían que aquello iba en serio y Shirai juró que ganaría.
Los pronósticos apuntaban a que Shirai se impondría. Marino parecía haber pasado su mejor momento y la cómoda victoria obtenida por el japonés en Honolulu confirmaba la sensación. Con un llenazo hasta la bandera (más de 40.000 espectadores) se dio inicio al combate, que en sus primeros compases estuvo dominado por la rapidez de Shirai. Pero en el séptimo asalto llegó el gran susto: Marino logró conectar uno de sus mortíferos ganchos de izquierda. El golpe causó una conmoción cerebral en Shirai, que a duras penas logró mantenerse en pie. Lo salvó la campana, pero durante el descanso Shirai seguía “grogui”. Cahn repetía su nombre y le gritaba con todas sus fuerzas “wake up!, wake up!” (“¡despierta, despierta!”), dándole palmadas en la espalda. Algún efecto tuvieron sus gritos y golpes, pues Shirai volvió al ring repuesto y en lo sucesivo consiguió imponer su ley a un Marino que iba perdiendo el aguante. Terminado el combate, los jueces dieron a Shirai una clara victoria a los puntos. Las palabras que le había dirigido Cahn antes del combate tuvieron efecto y Shirai hizo historia.
El ring desbordaba de excitación. “Aquel joven a quien encontré casualmente”, musitó Cahn, “brilla ahora como un diamante”. No había sido la fuerza bruta, sino la rapidez y la técnica las que habían encumbrado a Shirai. Una magnífica cristalización del “boxeo científico” propugnado por el norteamericano.
La pasión con la que Cahn afrontaba su trabajo no era precisamente ordinaria. En una pelea previa a la tercera defensa del título, a Shirai se le abrió el supraciliar izquierdo y se temía que la herida causase nuevas hemorragias. Cahn consiguió que un amigo le enviase desde Estados Unidos un hemostático. Pero Shirai tenía sus dudas sobre la efectividad del fármaco. Para convencerlo, ante la mirada de Shirai, Cahn tomó una cuchilla y se hizo un corte en un brazo. Luego, aplicó ahí la pomada. “Ya ves que funciona”, le dijo, “tú no te preocupes de nada”. Así, Shirai logró retener el cinturón por tercera vez, sin dejar escapar una sola gota de sangre por esa parte de su cara. Juzgar y decidir correctamente para conseguir la victoria. Una filosofía ya legendaria que sigue en boca de la gente.
El americano que insufló ánimos a Japón
Shirai defendió su título exitosamente en cuatro ocasiones hasta que, en noviembre de 1954, perdió a los puntos ante Pascual Pérez y fue destronado. En la revancha, celebrada en mayo del año siguiente, volvió a sucumbir ante el argentino, esta vez por KO en el quinto asalto, lo que motivó su retirada. “Muchas gracias por todo lo que ha hecho por mí, profesor”, fueron las sencillas palabras de reconocimiento que dirigió a Cahn. Con los ojos húmedos, este le respondió: “Soy yo quien debería darte las gracias. Gracias a ti, encontré una razón para vivir. Y he tenido una vida maravillosa”.
Incluso después de la retirada de Shirai, Cahn siguió viviendo con él. En Estados Unidos no tenía familiares próximos y era soltero. Quedarse en Japón era para él la opción más realista. Púgil y técnico eran amigos y formaban una familia. Cahn era una persona inteligente y de buen carácter, pero a veces se mostraba bastante terco. Por alguna razón, no mostró especial interés en aprender el japonés. La única expresión que se le oía decir era “dame!” (“¡así, no!”, “¡así no se hace!”). Tenía su forma de pensar y la llevaba hasta el extremo.
Con la edad, se vio afectado por la demencia senil y tuvo que ser hospitalizado varias veces. El 23 de enero de 1971, Shirai fue a visitarlo a un centro de salud donde había sido internado tras sufrir una trombosis cerebral. Llevaba varios días inconsciente cuando, de repente, movió las manos en el aire y comenzó a mover los labios. “Yoshio… Yoshio”, repetía. El coach tomó la mano de su pupilo, pero aquel fue su último gesto, porque sus fuerzas se agotaron y cayó de nuevo inconsciente, esta vez definitivamente. Murió a la mañana siguiente, cuando tenía 78 años. En vida, le había dicho a menudo: “Ahora yo soy tu amigo. Pero cuando muera, no quedará nada de mí. Cuando eso ocurra, olvídame por completo”.
¿Cómo entender que Cahn, una persona del país vencedor, dejase para siempre su patria y dedicase toda su vida a Japón y a Shirai? El misterio nunca se desvelará, pero lo indudable es que la filosofía de este norteamericano consiguió insuflar nuevos ánimos al decaído Japón de la posguerra.
Fotografía del encabezado: Cahn y Shirai protagonizaron un triunfal regreso a Japón tras la victoria obtenida en un combate no titular disputado con “Dado” Marino en Hawai. La pelea le abrió las puertas a Shirai a la disputa del título mundial.
(Fotografías cortesía de la redacción de la revista Boxing Magazine.)