Una mirada al final de la vida en la sociedad superenvejecida de Japón
Nacer es empezar a morir: la misión de retratar los cuatro estadios de la vida
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Japón, un archipiélago de ancianos
La vejez se cierne paulatinamente sobre el archipiélago nipón. El patrón de envejecimiento del país, que ostenta la sociedad más anciana del mundo, muestra un grave declive por el encogimiento de la población total y una tasa de natalidad que se desploma. Se dice que en 2025 la población de mayores de 70 años —en la que yo mismo ya me cuento— alcanzará los 30 millones de personas (1 de cada 4 ciudadanos).
Cuando llevas siete decenios a tus espaldas, se te acaba el aceite y te empiezas a oxidar. Tu piel pierde color y te salen arrugas. A veces me escucho el corazón con un simple fonendoscopio y me maravillo de que haya podido latir de un modo tan potente y rítmico, sin descanso, durante 70 años. Prestar atención a la voz interior de mi cuerpo, dialogar con ella y cuidarla me prepara para vivir la vejez.
Los ancianos se acostumbran a que los seres amados de su entorno vayan pasando a mejor vida uno tras otro. La familia, antaño rebosante de energía, va encogiendo. Los más afortunados todavía cuentan con quien poder charlar; los demás se hallan como decía el poeta de la era Taishō (1912-1926) Ozaki Hōsai en su haiku: “Solo hasta cuando toso”. A cuantísimos se los rebaja a “viejos decrépitos” a su pesar y se ven obligados a vivir con grandes esfuerzos, acarreando los problemas propios de la edad y aterrados ante la perspectiva de caer en la ruina. Esta es la realidad del archipiélago envejecido de Japón.
Con todo, envejecer no solo es un proceso trágico y cruel. Visto desde otra perspectiva, también ofrece la faceta reconfortante de resignarse y soltar. Cuando nos despertamos de buena mañana o cuando nos entra sueño por la tarde, la imaginación vuela libremente mientras repasamos recuerdos de antaño, fundiéndose sueño y realidad en una suerte de tiovivo que gira lentamente y nos brinda una felicidad indescriptible.
La expresión japonesa de origen budista shōrōbyōshi se refiere a los cuatro sufrimientos básicos e inevitables de la vida humana: nacer, envejecer, enfermar y morir. Quien nace necesariamente ha de marchitarse y fenecer. Pero, puesto que ese es el destino de todo ser vivo, siempre he creído importante prepararse para asistir al proceso de declive sin darle la espalda.
Cuando empezó a interesarme la fotografía, el primer tema que elegí captar con la cámara nueva que me había comprado con unos ahorrillos fue un vertedero. Por algún motivo, me animó hacer fotos a cabezas de maniquíes, futones con el relleno medio salido, restos de comida en caja y desnudos de revista descoloridos por la lluvia. El pasado y el porvenir de aquellos objetos desechados me estimularon la imaginación intensamente.
Desde el momento en que nacemos, nuestras células se dividen sin parar; las viejas se destruyen y se sustituyen por otras nuevas. Sin embargo, las que envejecen se acaban deteriorando y esparcen toxicidad, lo que pone en marcha el ciclo de la enfermedad.
La vida es como el fluir de un río
Lo que me sorprendió profundamente cuando asistí al parto de mi primer hijo fue ver la placenta, que salió poco a poco después de que naciera el bebé. La placenta hace llegar nutrientes y oxígeno de la madre al feto y recoge las sustancias residuales. Al ver aquella bolsa atravesada por venas con su brillo rojo morado, en el pasado las personas quedaban impactadas por su grandeza, sentían gratitud hacia ella y, sin querer, juntaban las manos en señal de rezo ante su presencia. Se dice que ese es el origen de la expresión ofukuro (literalmente, ‘bolsa’) para designar a la madre.
En veinte años he fotografiado unos doscientos ríos de todo Japón. La canción Kawa no nagare no yō ni (Como el fluir de un río) ha sido apreciada durante décadas porque la mayoría de los japoneses sienten su vida proyectada en ese fluir del río.
La parte superior de un río, donde nace, siempre es parecida. En la parte media, se le unen los afluentes, se le excavan gargantas y empieza a exhibir la robustez de la juventud. Cuando llega al tramo bajo, su “destino” va tomando forma. Hay ríos que fluyen serenos hasta el mar, algunos se hallan a merced de complejos industriales y otros crean marismas que acogen a seres vivos de distintos tipos: es como una metáfora de la diversidad de la vejez en la vida humana.
Los salmones remontan río arriba y expulsan su esperma con las últimas fuerzas que les quedan; dejan su descendencia y mueren de agotamiento. Muchos seres vivos siguen este principio y se dice que el prolongado periodo de gracia desde la procreación hasta la muerte que constituye la vejez es un final muy propiamente humano. Si es así, ¿por qué no aprovechar nuestra sabiduría y experiencia para el bien de la sociedad, la comunidad y las generaciones de nuestros hijos y nietos? Es más, lo suyo sería alcanzar un punto de madurez en que nos familiarizáramos con la muerte, nos liberáramos un poco del miedo a desaparecer y nos entregáramos al impulso vital.
El abismo de la muerte
Vivimos en una época en que el 80 % de las personas fallece en un hospital. Nacemos y morimos en un entorno hospitalario. A cambio de la tranquilidad y la seguridad, parece que el “impulso vital” animal, instintivo y crudo de nacer y morir se nos debilita a marchas forzadas. ¡Qué desperdicio!
Muchas personas tienen la manía de acudir al hospital a la que notan cualquier pequeña alteración en el cuerpo. Los examinan con equipos médicos avanzados, los convierten en enfermos al instante y ellos respiran aliviados. Los atiborran a medicamentos, los operan, les hacen rehabilitación y, al final, quedan postrados en una cama hasta que acaban muriendo.
Sin embargo, en la “sociedad de las muertes numerosas” que ha de llegar pronto, puede que no queden plazas en los hospitales para pasar nuestros últimos días. Nos hallamos en la encrucijada vital en la que debemos preguntarnos: ¿dónde y cómo deseo morir?
Me pasó cuando tenía 22 años. Trabajando en una obra de construcción, el pie se me hundió en la tabla que tapaba un gran agujero en el suelo de una quinta planta y me caí de espaldas hasta la cuarta planta. Por unos instantes, temí morir, pero a la vez me invadió una extraña sensación de paz y serenidad. Durante los pocos segundos que duró aquello, una parte de mí observaba la escena de mi caída como si viera un vídeo a cámara lenta. Toda la vida me pasó por la mente como en una lámpara giratoria. Fue un momento, pero quedó para la eternidad. Comprendí al instante que así debía de ser como morían las personas.
Un tiempo después, leyendo las memorias de personas que habían tenido experiencias cercanas a la muerte, comprendí el significado de aquel suceso de varios segundos. Si la muerte es algo tan apacible, ¿por qué habría de temerla? Quiero pensar que me aguarda en algún lugar, serena y benévola.
Desde niño he creído que tras morir nos convertimos en estrellas. Fragmentos de estrellas que viajaban por el espacio cayeron a la tierra, las sustancias diversas que llevaban se convirtieron en elementos vitales y, hace 3.800 millones de años, nació una célula en el mar. Durante un tiempo inconcebiblemente largo, esa célula evolucionó y dio lugar a las decenas de millones de especies que hoy pueblan la Tierra. Es la fabulosa historia de la vida.
De noche, miro el cielo estrellado y pienso en lo simple de nuestra existencia, que consiste en llegar del espacio para acabar volviendo a él. La vejez es el momento idóneo para dejar volar esa imaginación que nos lleva de las células al espacio exterior. En la presente serie me propongo visitar los lugares de Japón donde se desarrolla la última etapa de la vida con este pensamiento en mente.
Fotografías y texto: Ōnishi Naruaki.
Fotografía del encabezado: Una anciana postrada en la cama de una residencia geriátrica.
(Traducido al español del original en japonés.)
Fotografía sociedad superenvejecida envejecimiento demográfico