Un fotógrafo japonés en el norte salvaje
Ōtake Hidehiro, un fotógrafo en los bosques del norte: en canoa hacia un mundo desconocido
Cultura Imágenes Naturaleza- English
- 日本語
- 简体字
- 繁體字
- Français
- Español
- العربية
- Русский
El fotógrafo de naturaleza Ōtake Hidehiro, de 46 años, lleva mucho tiempo fotografiando los tesoros de la flora y la fauna de Northwoods, en el norte central de Norteamérica. En 2021 obtuvo el Premio Domon Ken por Nōsuuzzu seimei wo ataeru taichi, obra en la que recopila las mejores imágenes de veinte años de trabajo.
Una promesa cumplida tras dos años
(Continúa desde el episodio 2: Un ofrecimiento unido a un sueño)
Después de experimentar un duro revés abandoné mi carrera como fotógrafo. Sin embargo, un afortunado encuentro me hizo retomar ese camino, y decidí regresar a Northwoods. Lo primero que me vino a la mente fue un cierto piragüista. En el otoño de 2001, mientras estaba acampando en aquel lago en las inmediaciones de Ely, Minnesota, un hombre de poblada barba apareció sobre una canoa canadiense de gastada madera. Se hacía llamar Wayne, rondaba los cincuenta, y pronto nos caímos bien gracias a nuestra pasión por la naturaleza. Me invitó a cenar en su casa, donde me sirvió arroz silvestre, estofado de venado y pan de centeno casero. Wayne me habló sobre sus viajes en canoa con esa hospitalidad que solo Northwoods puede ofrecer.
Wayne empezó a remar en canoa un verano, con catorce años. Su hermano lo llevó a un campamento de boy scouts en el lago Moose, frente a Boundary Waters. Aquel viaje de diez días por la naturaleza cautivó a Wayne, que había crecido rodeado de campos de maíz en Iowa. Durante los siguientes cuarenta años trabajó como minero y carpintero, pero su vida era la canoa.
En los últimos años había visitado el Parque Provincial Woodland Caribou en el noroeste de Ontario, Canadá, en busca de ambientes tranquilos. “Al regresar al campamento que había visitado un año antes, las huellas de la hoguera seguían como si hubiera estado el día anterior”.
Wayne decía que le gustaba ponerse en marcha tan pronto como los lagos terminaban su deshielo. Los bosques, a principios de la primavera, están llenos del canto de pequeños pájaros. El mundo, que florece día a día y pierde su color durante el invierno, presenta los colores vivos que le otorga el aliento de la vida. Trataba de transmitirme el encanto de ese tipo de viaje, pero al final negó con la cabeza. “...No puedo explicártelo bien. Tienes que experimentarlo por ti mismo”.
Cada historia de sus viajes, que duraban desde unas pocas semanas hasta, a veces, un mes o más, despertaba mi admiración. Adentrarse en el bosque con una canoa canadiense, originaria de Northwoods, seguramente te hacía sentir la naturaleza mucho más cerca de la piel. Cuando le dije que me gustaría ir con él de viaje algún día, Wayne me dijo: “No tiene sentido si no viajamos durante al menos tres semanas”. Y lo prometimos: “Algún día, seguro”. Ahora ya puedo seguir adelante con mi historia. A comienzos de 2004, tras dos años, me puse en contacto con Wayne.
40 kilos de víveres
Wayne se sorprendió por lo repentino del contacto, pero enseguida aceptó llevarme de viaje en canoa. Saldríamos en mayo de ese año. Nos encontramos con gran alegría en Ely, y comenzamos los preparativos finales en su casa. La mayoría de las herramientas estaban fabricadas con materiales naturales. La pared de la tienda de campaña era de un algodón egipcio muy densamente tejido. Contábamos con una estufa portátil de leña, muy útil para viajes a principios de primavera, cuando aún nieva. El equipo personal, como los sacos de dormir y los cambios de ropa, lo llevábamos en mochilas Duluth de lona. Como calzado llevábamos botas de caza de cuero, con cordones. Como abrigo llevábamos chalecos de lana y camisas. Todo era muy duradero, y cuanto más viajábamos, más cómodo se hacía. Además apenas hacía ruido al rozar, con lo que no emitíamos sonidos desagradables, y tampoco desentonábamos con el paisaje del bosque.
Wayne me prestó pantalones gruesos y camisas porque en el lago haría frío. También me enseñó a empacar todo a prueba de agua, por si sufríamos un vuelco con la canoa. Una de las mochilas, llena de comida para tres semanas, pesaba cuarenta kilogramos.
El Parque Provincial Woodland Caribou de Canadá se encuentra a ocho horas en automóvil, al norte de Ely. El caribú de bosque (o reno) que da nombre al parque se podía ver también en Minnesota hasta la década de 1940, pero en la actualidad ha visto limitado el sur de su zona de hábitat debido al desarrollo del terreno. Tras dos horas por un camino de tierra finalmente llegamos al lago Leano, nuestro punto de partida. Antes pensaba que Ely era el fin del mundo, pero ahora me esperaba la vasta naturaleza salvaje de Canadá.
Hacia Canadá
La canoa que usamos estaba formada por un armazón de madera con lona, construido en 1977 por un legendario artesano de canoas de Ely, Joe Seliga. Contaba con asientos en la parte delantera y trasera; Wayne se sentaba en la popa, desde donde controlaba la dirección, y yo, un principiante, me sentaba en la proa. Metía el remo en el agua y remaba, y Wayne, detrás, se adaptaba a mi paso. El viento que cruzaba la superficie del lago, congelado hasta unos días antes, era tan frío que cortaba como un cuchillo, pero la vieja madera de la canoa se deslizaba a la perfección sobre el agua, y resultaba realmente silenciosa y cómoda.
El primer día montamos la tienda y nos fuimos a dormir nada más llegar a la isla. A partir del día siguiente nos levantábamos a las cinco de la mañana para prepararnos, y empezábamos a remar a las ocho de la mañana. Sobre las tres de la tarde buscábamos algún lugar adecuado para acampar y montábamos la tienda. No siempre viajábamos en canoa; no todos los lagos están conectados por vías fluviales, y en ciertos lugares existen cascadas, rápidos o aguas poco profundas por donde no se puede navegar en canoa. En esos casos cargábamos con la canoa y el equipaje, algo que se conoce como portage(*1).
En este viaje no teníamos como objetivo subir a una montaña ni nada parecido; más bien habíamos establecido un período de tiempo para el que nos duraría la comida, y en ese periodo podíamos movernos libremente por los innumerables lagos hasta el momento de regresar, finalmente, al punto de partida. Para poder hacer frente a la situación, que cambiaba sin cesar, tratábamos de agudizar nuestros sentidos y comprender mejor el clima y el viento. Cada vez nos adaptábamos mejor a aquel estilo propio de viaje; lo más importante era, en la medida de lo posible, disfrutar plenamente de aquel tiempo que podíamos pasar en el bosque.
Por la ruta de los vendedores de pieles
Desde el siglo XVII al XIX el comercio de pieles floreció en Northwoods. Los sombreros de fieltro fabricados con piel de castor se pusieron de moda entre los aristócratas europeos del momento, así que los comerciantes de Francia y Gran Bretaña llegaron hasta América del Norte buscando pieles de calidad: desde Grand Portage (Minnesota), en la costa norte del lago Superior en el este, hasta el área junto al lago Athabasca, en el oeste; establecieron puestos comerciales a lo largo de las tierras salvajes, donde cambiaban artículos de hierro europeos y mantas por las pieles de los pueblos indígenas. Esa red comercial en canoa se extendió por un área más amplia que las redes de carreteras actuales. La ruta por la que estábamos viajando fue quizá, alguna vez, el “camino” por el que los comerciantes de pieles transportaban sus productos.
Las bendiciones de la naturaleza
Wayne tenía un lago favorito, donde pasaba noches pescando y paseando tranquilamente. Las truchas de lago subían a la superficie gracias a la baja temperatura del agua; colocábamos una caña de pescar entre las piernas y dejábamos que el señuelo quedara flotando hacia atrás, con la corriente. Es algo que en el mundo de la canoa se llama trolling. Cuando pescábamos algo, considerando que los osos ya se habían despertado de su hibernación, limpiábamos el pescado a distancia del campamento, para no atraerlos, y llevábamos de vuelta a la tienda únicamente la carne. Cocíamos ese pescado en una olla y lo comíamos con arroz silvestre. No hay comida con la que se pueda sentir las bendiciones de la naturaleza de igual manera.
Mientras caminábamos por el bosque, cerca de la tienda, encontrábamos estupenda leña seca por todas partes. Por la mañana y por la noche hacía frío, de modo que nos calentábamos con la estufa, disfrutando del chasquido de la leña al arder. Para mí, que disfrutaba desde hacía mucho de la pesca y las hogueras al aire libre, aquel viaje era como un sueño hecho realidad.
Solos en el planeta
Durante los primeros días de mi viaje había tenido agujetas por todo el cuerpo. Pasábamos seis horas al día remando, y después de montar la tienda de campaña, había que cortar leña. Aun así, después de una semana ya había cobrado cierta fuerza, y podía permitirme el lujo de disfrutar del paisaje al remar.
Debíamos cargar con la canoa varias veces al día. La superficie de las rocas de la orilla del lago estaba cubierta de musgo, como en un jardín japonés, y los pinos y abetos que crecían entre las grietas me recordaban a los bonsáis. De vez en cuando, debíamos caminar por pantanos cubiertos de un musgo de turbera que parecía una esponja, o empujar la pesada canoa por áreas fangosas, cuando el río iba bajo de agua.
Me di cuenta de que llevaba dos semanas sin ver a nadie más que a Wayne. Ambos sabíamos lo que debíamos hacer, así que teníamos menos cosas que decirnos. Era como si fuéramos las dos únicas personas en el planeta. Con el equipo de acampada en una pequeña embarcación de solo cinco metros, moviéndonos con libertad; ligeros, sin demasiada carga. Éramos libres para decidir dónde dormir, envueltos en un sentimiento de satisfacción, en el seno del bosque. La soledad era abrumadora. Aquel viaje en canoa, por el que Wayne llevaba tiempo fascinado, se me fue colando hasta el fondo del corazón.
Los alrededores de Northwoods, a la vista
Al final del viaje regresamos al lago Leano, cargamos la canoa y el equipo en el coche, y nos dirigimos a Red Lake (Ontario), donde se hallaba la entrada del parque. La potencia y velocidad del coche me causaban cierto miedo: en la canoa puedes mirar más de cerca las hojas de la hierba que crecen en la orilla del lago, pero las flores que se atisban desde la ventanilla pasan volando. En coche uno llega a su destino de forma fácil y rápida, pero también se pierde muchas cosas por el camino.
De nuevo no había podido encontrarme con el lobo, pero hacer aquel viaje en canoa con Wayne había sido lo correcto. No solo por los paisajes y la vida silvestre, sino también por el encanto mismo del piragüismo, la historia del comercio de pieles y la cultura indígena que dio origen a las canoas. Sentí que empezaba a poder ver el contorno del Northwoods que debía retratar.
Dos veranos después de este viaje, ocurrió un triste incidente. Un gran incendio forestal se desató en el corazón del Parque Provincial Woodland Caribou, arrasando aquel hermoso bosque de recuerdos.
(Continúa en la parte 4)
(Tras el rastro de los lobos)
(Un ofrecimiento unido a un sueño)
Imágenes: Ōtake Hidehiro
(Artículo traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: un viaje de varias semanas desde Northwoods a lo profundo de la naturaleza canadiense en canoa – imagen de 2004)
(*1) ^ Término de origen francés, introducido por los primeros comerciantes de pieles que llegaron a la zona.