Los festivales japoneses inmortalizados por la cámara de Haga Hinata
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Descubrir la felicidad de los días señalados recorriendo el mundo con la cámara
He recorrido las 47 prefecturas de Japón y 48 países del mundo con mi cámara para fotografiar festivales. Conservo una colección de más de 300.000 fotografías de más de 1.500 festejos y carnavales en la Haga Library, un archivo fotográfico creado por mi padre de cuya gestión yo he tomado el relevo.
Mi padre, Haga Hideo, también era fotógrafo especialista en folclore y consagró 70 años de su vida a captar imágenes de los matsuri (festivales japoneses), especialmente aquellos en que se recibe la visita de los dioses. Yo, en cambio, no tenía intención de dedicarme a la fotografía y en la veintena estudié antropología cultural en Estados Unidos. Lo que dio un giro radical a mi trayectoria profesional fue un rito de celebración de la cosecha al que asistí en 1981 en Yucatán, cuando viajé a México mientras estudiaba fuera.
En aquella época ejercía de profesor ayudante y colaboraba en las excavaciones de unas ruinas de la civilización maya. Había una aldea cercana compuesta de ristras de casas sencillas, donde parecía vivirse una vida tranquila que no había cambiado en cientos de años. Sin embargo, al visitarla de noche, me encontré a los lugareños vestidos con ropas blancas, dando vueltas al son de una música alegre. Viendo sus animados rostros, sentí que su felicidad se concentraba en aquel pequeño festival de la cosecha y me contagié del sentimiento que reinaba.
Me impactó la magnitud del contraste entre los días corrientes y los señalados, a los que en Japón nos referimos como ke y hare, respectivamente. Tocado por la experiencia, decidí que quería visitar celebraciones de todo el mundo para captar en fotografía la felicidad de esos momentos especiales. Mi objetivo final era inmortalizar los carnavales de los cinco continentes, cúspide del hare, en que se permite entregarse al festejo más insensato.
El carnaval que más me marcó fue el que visité en último lugar, el mayor festival del mundo: el de Río de Janeiro. Decenas de miles de personas avanzaban bailando la samba como una gigantesca ola por un recorrido de 800 metros. Todo el amor, las ambiciones, los deseos, las penas y las preocupaciones que transpiraban de la piel de los bailarines convertidos en una bola de energía con la samba de fondo me conmovieron profundamente. Sentí que aquella gente que vivía todo el año privada de muchas comodidades expulsaba todas sus frustraciones en aquellos días de alegría suprema.
Recorriendo el mundo, me percaté de que en los países con religiones monoteístas —que son la mayoría— los festejos pueden clasificarse en varias categorías. Fui entendiendo el sentimiento de felicidad del que se imbuían las personas en los distintos tipos de celebración.
La diversidad y la tolerancia religiosas que sentí recorriendo los matsuri de Japón
Empecé a centrarme de verdad en los matsuri después de regresar a mi país en 2007 para organizar la exposición fotográfica Sekai no kānibaru (Carnavales del mundo). Resulta sorprendente la cantidad de deidades que aparecen por todas partes en nuestros festivales. No solo están los mikoshi (santuarios portátiles), sino que también hay rocas voluminosas, árboles gigantes, arrozales, gohei (instrumento sintoísta para bendecir o purificar, elaborado con bastoncillos y papel) y, por supuesto, gente. Existe tal variedad que cuesta tipificarlos.
Ante un festival en el que representaba que las divinidades “poseían” a un niño que iba maquillado y ataviado con una vestimenta especial, un periodista francés comentó: “No sé cómo relatar el hecho de que un buen número de divinidades posean a un niño… En mi país llamaríamos al exorcista”.
Además de las divinidades que moran en los terrenos y los santuarios, en Japón las hay que acuden según el momento del año y que se veneran desplegando festivales en los cambios de estación. Cuando llega la primavera, por todo el país se celebran ritos para recibir al Ta no Kami, el espíritu del arroz. En otros países, se construirían santuarios o templos donde se apareció el ente divino y se veneraría durante siglos.
Es probable que Japón sea el país con más festivales del mundo. Entre los que se celebran generalmente de cara al público en los santuarios, están los que tienen lugar una vez al año, como el de Año Nuevo y los de los cambios de estación; teniendo en cuenta que hay unos 80.000 santuarios registrados oficialmente en la Asociación de Santuarios Sintoístas, suman más de 300.000 matsuri. Si añadimos todos los festejos que se organizan dentro de los santuarios cada mes, los ritos religiosos folclóricos, las fiestas turísticas de cada municipio y las misas conmemorativas de los templos budistas, la cifra es incalculable.
Al ser un archipiélago, en Japón la cultura de otros países fue penetrando paulatinamente. Por eso aquí se desarrolló una cultura religiosa propia muy tolerante. La fe nipona se construye sobre la base del animismo —en que las divinidades habitan en todas partes—y mezcla los dioses del panteón antiguo con los del budismo, procedentes del continente. Esta multitud de símbolos a venerar generó un amplio repertorio de festivales y artes escénicas para rendirles culto. Hablamos de un trasfondo que no tiene nada que ver con el de los países con religiones monoteístas.
En el Imperio Romano, que adoptó el cristianismo como religión de Estado, rechazaba a los dioses paganos. Sin embargo, como las antiguas creencias de transmisión popular estaban muy arraigadas, adoptaron ritos agrícolas para celebrar la primavera. Así surgió el Carnaval, que se celebra antes de la Pascua e influyó en la religión folclórica de todo el territorio. Espíritus como los ogros que habitan en los bosques de la Selva Negra alemana solo podían manifestarse y armar alboroto ese día. En los Andes, una divinidad de las montañas conocida como el Diablo se convierte en el Maligno y lo entierran ángeles al servicio de Cristo cuando se manifiesta el día de Carnaval.
La palabra oni (demonio) suele designar al diablo en otros idiomas, pero en Japón también puede referirse a espíritus benéficos, como en el caso de los Namahage. Asistiendo a festivales para ensalzar romances en que los dioses tenían relaciones sexuales, se casaban y se reunían en secreto, me quedé sorprendido ante la tolerancia religiosa de Japón. Sobre la base del animismo, se creó un variopinto mundo de rituales que son elementos imprescindibles para marcar el ritmo del paso de las estaciones.
Los matsuri como vínculo entre las personas y su tierra natal
El Gran Terremoto del Este de Japón, que ocurrió el 11 de marzo de 2011 y tuvo consecuencias devastadoras, me cambió la forma de concebir los festivales. Desbarató la tranquilidad de la vida cotidiana e hizo que todo Japón adoptara una actitud de restricción. Yo me había mentalizado de que no podría fotografiar matsuri durante un tiempo, pero muchas localidades de Tōhoku anunciaron que seguirían adelante con los actos de verano, incluido el Hachinohe Sansha Taisai de la prefectura de Aomori. Los habitantes de las zonas damnificadas asistían a las celebraciones albergando esperanza en la recuperación. Mi responsabilidad como fotógrafo me empujó a cubrir la zona durante los meses de julio y agosto.
Mi misión era captar con la cámara a las personas que iban recuperando el ánimo mientras organizaban festivales en aquellas zonas desfiguradas por el desastre y hacer llegar esas imágenes a aquellos preocupados por su lugar de origen. Los matsuri constituyen un vínculo entre las personas y su tierra natal. Los que se iban desplegando de forma dispersa en ciertos lugares se fueron multiplicando hasta extenderse por todo el país.
En marzo de 2020 se desató la crisis sanitaria de la COVID-19 y se suspendieron los festejos de todo Japón. En 2023, ya en el tercer año de restricciones de la pandemia, empezó a preocupar de verdad la continuidad de los festivales y cada región se planteó si debía seguir cancelándolos o volver a organizarlos. Cuando se empezaron a retomar, aunque tímidamente, en varios sitios me pidieron que fuera a documentar algunos actos que iban a mantenerse en una escala muy local.
Después de esa “nueva normalidad” en la que tuvimos que abstenernos hasta del contacto con otras personas, llegaban al fin los días de celebración. Las caras alegres de la gente me recordaron la libertad del Carnaval y comprendí que los matsuri no eran un espectáculo para turistas, sino un modo de legar la tierra de origen a las próximas generaciones.
Por otro lado, hay muchas aldeas en decadencia que han dejado de organizar festivales por la despoblación y el envejecimiento demográfico. Por el contrario, hay ejemplos en que los jóvenes del pueblo que viven fuera y los habitantes migrados desde otras regiones colaboran con los lugareños de toda la vida para insuflar nueva energía a los festejos tradicionales. Los matsuri tienen el poder de unir a la gente a su tierra y revitalizar las comunidades. ¿No será ese vínculo lo que brinda felicidad a muchos japoneses?
Mientras haya personas que necesiten la felicidad de esos hare, o días de celebración, no podemos permitir que se pierda la diversidad de los festivales. Yo voy a seguir apoyándolos a través de mi cámara.
*Fechas estimadas a partir de las de años anteriores.
Fotografía y redacción: Haga Hinata.
(Traducido al español del original en japonés. Fotografía del encabezado: Transportando un santuario portátil en el Sannō Matsuri de Hiyoshi Taisha.)